VOCES: La Ideología de la muerte ▪︎ Herbert Marcuse
El filósofo alemán-americano Herbert Marcuse, pensador socio-politico de la Escuela de Francfort del siglo XX. |
▪︎ V O C E S
La Ideología de la muerte
Por HERBERT MARCUSE
En la historia del pensamiento occidental, la interpretación de la muerte ha recorrido toda la escala, desde la idea de un mero hecho natural, relativo al hombre como materia orgánica: hasta la idea de muerte como telos de la vida, como característica distintiva de la existencia humana. De estos dos polos opuestos pueden inferirse dos morales en contraste: por una parte, la actitud hacia la muerte es la aceptación escéptica o estoica de lo inevitable, o incluso la represión de la idea de muerte durante la vida; por otra, la glorificación idealista de la muerte es lo que da “significado” a la vida, o la condición previa de la “verdadera” vida del hombre. Si la muerte se considera como un acontecimiento esencialmente externo aunque biológicamente interno de la existencia humana, la afirmación de la vida tiende a ser una afirmación final y, por decirlo así, incondicional: la vida sólo es y puede ser redimida por la vida. Pero si la muerte aparece como un hecho tanto esencial como biológico, tanto ontológico como empírico, la vida queda trascendida incluso aunque la trascendencia no asuma una forma religiosa. La existencia empírica del hombre, su vida material y contingente, se define entonces en términos de -y es redimida por- algo diferente de ella misma: se dice que vive en dos dimensiones fundamentales diferentes e incluso en conflicto, y su “verdadera” existencia implica una serie de sacrificios en su existencia empírica que culmina con el sacrificio supremo: la muerte. A esta idea de la muerte se refieren las siguientes notas.
Resulta notable la medida en que la idea de la muerte como una necesidad no solamente biológica sino ontológica ha impregnado la filosofía occidental; notable porque la superación y el dominio de la mera necesidad natural ha sido considerada en otros terrenos como el distintivo de la existencia y del esfuerzo humanos. Semejante elevación de un hecho biológico a la dignidad de esencia ontológica parece ir en sentido contrario a una filosofía que considera que una de sus principales tareas es la distinción y la discriminación entre los hechos naturales y los hechos esenciales, y enseñar al hombre a trascender los primeros. No hay duda de que la muerte que se presenta como una categoría ontológica no es simplemente el final natural de la vida orgánica; lo que se ha convertido en parte integrante de la existencia misma del hombre es más bien el fin comprendido, “apropiado”. Sin embargo, este proceso de comprensión y de apropiación ni cambia ni trasciende el hecho natural” de la muerte, sino que sigue siendo, en sentido bruto, desesperanzada sumisión a él.
Ahora bien: toda reflexión filosófica presupone la aceptación de los hechos, pero, a continuación, el esfuerzo intelectual consiste en disolver su facticidad inmediata, situándolos en el contexto de unas relaciones en que se vuelven comprensibles. Aparecen así como el producto de unos factores, como algo que ha llegado a ser lo que es o que se ha convertido en lo que es, como elementos en un proceso. El tiempo es un constituyente de los hechos. En este sentido, todos los hechos son históricos. Una vez comprendidos en su dinámica histórica, se vuelven transparentes como puntos nodales de cambios posibles; de cambios definidos y determinados por el lugar y la función de cada hecho en la respectiva totalidad en cuyo interior ha cristalizado. No existe la necesidad: hay solamente grados de necesidad. La necesidad revela una falta de poder: la incapacidad de cambiar lo que es; el término sólo es significativo como correlato de libertad: es el límite de la libertad. La libertad implica conocimiento, cognición. La penetración de la necesidad es el primer paso para su disolución, pero la necesidad comprendida no es todavía la libertad. Esta última exige el paso de la teoría a la práctica: el dominio real de aquellas necesidades que impiden o dificultan la satisfacción de necesidades. En este paso; la libertad tiende a ser universal, pues la servidumbre de los que son no libres reduce la de quienes dependen de su servidumbre (como el amo depende del trabajo de su esclavo). Semejante libertad universal puede ser no deseada o no deseable, o impracticable, pero en este caso la libertad no es todavía real: queda aún un reino de necesidad incomprensible e inconquistable. ¿Cuáles son los criterios para determinar si los limites de la libertad humana son empíricos (es decir, en último término históricos) u ontológicos (esto es, esenciales e insuperables)? La tentativa de dar respuesta a esta cuestión ha constituido uno de los mayores esfuerzos de la filosofía. Sin embargo, se ha caracterizado a menudo por una tendencia a presentar la necesidad empírica como necesidad ontológica. Esta “inversión ontológica” actúa también en la interpretación filosófica de la muerte. Se manifiesta en la tendencia a aceptar la muerte no solamente como un hecho, sino como una necesidad, y como una necesidad que debe ser conquistada no destruyéndola, sino aceptándola. En otras palabras, la filosofía ha dado por supuesto que la muerte, pertenecía a la esencia de la vida humana, a su realización existencial. Además, la aceptación comprendida de la muerte ha sido considerada como una prerrogativa del hombre, como la razón misma de su libertad. La muerte, y solamente la muerte, da su ser propio a la existencia humana. Su negación final se ha considerado como la afirmación de las facultades y de los fines del hombre. En cierto sentido remoto la proposición puede ser cierta: el hombre solamente es libre si ha conquistado su muerte, si es capaz de determinar su perecimiento como el fin elegido por sí mismo de su vida; si su muerte se enlaza interior y exteriormente con su vida en el medio de la libertad. En la medida en que no es así, la muerte sigue siendo mera naturaleza, un límite inconquistado para toda vida que sea algo más que mera vida orgánica, que mera vida animal. El poeta puede implorar: O Herr, gib jedem seinen eignen Tod. La plegaria carece de sentido en la medida en que el hombre no es dueño de su vida, sino que ésta es una cadena de actuaciones preestablecidas y socialmente exigidas en el trabajo y en el descanso. En estas circunstancias, la exhortación a hacer “propia” la muerte es poco más que una reconciliación prematura con unas fuerzas naturales no dominadas. Un mero hecho biológico, impregnado de dolor, horror y desesperación, se transforma en un privilegio existencial. Desde el principio al fin, la filosofía ha mostrado ese extraño masoquismo -y también sadismo, pues la exaltación de la propia muerte ha implicado la exaltación de la muerte de los demás-
FOTO: Joel Peter Witkin (USA). La Naturaleza ve la primera muerte humana. 2017. |
El Sócrates platónico saluda la muerte como el comienzo de la verdadera vida, al menos para el filósofo. Pues la virtud que es el saber hace al filósofo, que se somete heroicamente a la muerte, semejante al soldado en el campo de batalla, al buen ciudadano que obedece a la ley y al orden, a todo hombre merecedor de este nombre; a diferentes niveles, todos ellos comparten la actitud idealista hacia la muerte. Y si la autoridad que sentencia a muerte al filósofo, lejos de aniquilarlo, le abre las puertas de la verdadera vida, entonces los ejecutores quedan absueltos de toda culpa por el crimen capital. La destrucción del cuerpo no mata el “espíritu”, la esencia de la vida. O acaso nos encontramos aquí ante una terrible ambigüüedad: ¿hasta dónde llega la ironía de Sócrates? Al aceptar su muerte, Sócrates hace que sus jueces sean injustos, pero su filosofía de la muerte les reconoce su derecho, el derecho de la polis sobre el individuo. ¿Acaso, al aceptar el veredicto, e incluso provocándolo y negándose a escapar, refuta su propia filosofía? ¿Acaso sugiere, de una manera horriblemente sutil y sofisticada, que su filosofía sirve para apoyar a las mismas fuerzas a las que ha combatido durante toda su vida? ¿Trata acaso de mostrar un profundo secreto, la vinculación insoluble de muerte y falta de libertad, de muerte y dominación? En todo caso, Platón entierra ese secreto: la verdadera vida exige la liberación de la vida no verdadera de nuestra existencia común. La transvaloración es total; nuestro mundo es un mundo de sombras. Somos prisioneros en la cautividad del cuerpo, encadenados por nuestros apetitos, engañados por nuestros sentidos. “La verdad” está más allá. Cierto que este más allá no es todavía el cielo. Todavía no existe la certeza de si la verdadera vida presupone la muerte física, pero ya no puede haber dudas sobre la dirección en que se orienta el esfuerzo intelectual (¡y no sólo éste!). Con la desvalorización del cuerpo, la vida del cuerpo deja de ser la vida real, y la negación de esta vida es el comienzo más que el final. Además, el espíritu se opone esencialmente al cuerpo. La vida del primero consiste en dominación, ya que no en negación, del segundo. El progreso de la verdad es la lucha contra la sensualidad, el deseo y el placer. Esta lucha se dirige no solamente a liberar al hombre de la tiranía de las bestiales necesidades naturales, sino que es también la separación de la vida del cuerpo de la vida del espíritu, la alienación de la libertad del placer. La felicidad se redefine a priori (esto es, sin fundamento empírico sobre razones factuales) en términos de autonegación y de renuncia. La glorificada aceptación de la muerte, que lleva consigo la aceptación del orden político, señala también el nacimiento de la moralidad filosófica.
A través de todos los refinamientos y atenuaciones, la afirmación ontológica de la muerte continúa desempeñando su prominente papel en la corriente principal de la filosofía. Se centra sobre la idea de la muerte que Hegel describió como perteneciente al concepto romántico de Weltanschauung. Según Hegel: (1) la muerte tiene el significado de la “negación de lo negativo”, esto es, de una afirmación, como “resurrección del espíritu de la mera cáscara de la naturaleza y de la limitación de que ha salido”. El dolor y la muerte se desnaturalizan así en el retorno del sujeto sobre sí mismo, en satisfacción (Befriedigung), en gloria, y en esa existencia afirmativa y reconciliada que el espíritu sólo puede alcanzar mediante la mortificación de su existencia negativa, en la que está separado de su verdadera realidad y de su verdadera vida (Lebefllligkeit).
Esta tradición toca a su fin en la interpretación de Heidegger de la existencia humana como anticipación de la muerte, la última y más apropiada exhortación ideológica a la muerte, lanzada en el momento mismo en que se preparaba la base política para la mortífera realidad correspondiente: las cámaras de gas y los campos de concentración de Auschwitz, Buchenwald, Dachau y Bergen-Belsen.
En contraste con ello, se puede construir alguna clase de actitud “normal” hacia la muerte, normal en términos de los simples hechos observables, aunque reprimida corrientemente bajo el impacto de la ideología dominante y de las instituciones apoyadas por ella. Esta actitud normal hipotética podría ser delimitada como sigue: la muerte parece ser inevitable, pero en la gran mayoría de los casos es un acontecimiento doloroso, horrible, violento y no bien recibido. Cuando es bien recibido, la vida ha de haber sido más penosa aún que la muerte. Sin embargo, el desafío a la muerte es tristemente ineficaz. Los esfuerzos científicos y técnicos de la civilización madura, que prolongan la vida y mitigan sus dolores, parecen verse frustrados, o incluso neutralizados, por parte de la sociedad y por parte de los individuos. La “lucha por la existencia”, en el interior de la nación y entre las naciones, sigue siendo todavía una lucha a vida o muerte, que exige el acortamiento periódico de la vida. Además, la efectividad del combate por la prolongación de la vida depende de la respuesta que encuentre en la mente y en la estructura instintiva de los individuos. Una respuesta positiva presupone que su vida sea realmente “una vida feliz”, que tengan la posibilidad de desarrollar y satisfacer las necesidades y las facultades humanas, que su vida sea un fin en sí misma y no un medio para mantenerse. Si se consiguieran las condiciones en las cuales esta posibilidad podría convertirse en realidad, la cantidad podría convertirse en cualidad: una duración gradualmente creciente de la vida podría modificar la sustancia y el carácter no solamente de la vida, sino también de la muerte. Esta última perdería sus sanciones ontológicas y morales; los hombres experimentarían la muerte primariamente como un límite técnico de la libertad humana, cuya superación se convertiría en el objetivo reconocido del esfuerzo individual y social. La muerte, en creciente medida, participaría de la libertad, y los individuos tendrían el poder de decidir sus propias muertes. Se dispondría de los medios para una muerte exenta de dolor, como en el caso de pacientes incurables. ¿Puede oponerse otra cosa que argumentos irracionales a este razonamiento? Solamente una: una vida con esta actitud hacia la muerte sería incompatible con las instituciones y los valores de civilización establecidos. Conducirla o bien a un suicidio en masa (puesto que para una gran parte de la humanidad la vida es todavía una carga tal que probablemente el terror de la muerte es un factor importante en su mantenimiento), o bien a la disolución de toda ley y de todo orden (puesto que la temerosa aceptación de la muerte se ha convertido en un elemento intrínseco de la moralidad pública y privada). El razonamiento puede ser inconmovible, pero entonces la idea tradicional de la muerte es un concepto sociopolítico que convierte unos sórdidos hechos empíricos en una ideología.
El filósofo Herbert Marcuse |
La relación entre la ideología de la muerte y las condiciones históricas bajo las cuales se ha desarrollado queda indicada en la interpretación de Platón de la muerte de Sócrates: la obediencia a la ley del Estado sin la cual no puede haber ninguna sociedad humana ordenada; la insuficiencia de una existencia que es encarcelamiento en vez de libertad, falsedad en vez de verdad; el conocimiento de la posibilidad de una vida libre y verdadera, junto con el convencimiento de que esta posibilidad no puede ser realizada sin negar el orden de vida establecido. La muerte es la entrada necesaria en la vida real porque la vida factual del hombre es esencialmente irreal, es decir, incapaz de existir de verdad. Pero este razonamiento está expuesto a la pregunta: ¿¿acaso no puede ser modificado el orden de existencia establecido de modo que se convierta en una “verdadera” polis? Platón, en su República, responde en sentido afirmativo. El Estado ideal priva a la muerte de su función trascendental, al menos para los filósofos gobernantes; puesto que viven en la verdad, no tienen que ser liberados por la muerte. En lo que respecta a los demás ciudadanos, los que son no libres no tienen que ser “reconciliados” con la muerte. Puede presentarse y hacerse presentar como un acontecimiento natural. La ideología de la muerte no es todavía un instrumento de dominación indispensable. Llegó a asumir esta función cuando la doctrina cristiana de la libertad y la igualdad del hombre en tanto que hombre se hubo combinado con las instituciones perpetuadas de injusticia y falta de libertad. La contradicción entre el evangelio humanístico y la realidad inhumana exigía una solución efectiva. La muerte y resurrección del dios-héroe, en otro tiempo símbolo de la renovación periódica de la vida natural y de un sacrificio racional, orienta entonces todas las esperanzas hacia la vida transnatural en el futuro. Debe soportarse la penalidad suprema de modo que el hombre pueda hallar su realización suprema cuando haya finalizado su vida natural. ¿Cómo se puede protestar contra la muerte, luchar por su aplazamiento y por dominarla, cuando Cristo murió voluntariamente en la cruz para que la humanidad pudiera ser redimida del pecado? La muerte del hijo de Dios confiere la sanción final a la muerte del hijo del hombre.
Los hombres poco razonables, sin embargo, continúan insistiendo en la razón. Continúan temiendo a la muerte como el horror supremo y el fin último, el derrumbamiento del “ser” en la “nada”. Aparece la “angustia” como categoría existencial, pero dado que la muerte es no solamente inevitable sino también incalculable, omnipresente y el límite prohibido de la libertad humana, toda angustia es temor; temor de un peligro real, omnipresente; la actitud y el sentimiento más racional. La fuerza racional de la angustia ha sido tal vez uno de los factores de progreso más poderosos en la lucha con la naturaleza, en la protección y el enriquecimiento de la vida humana. En sentido contrario, la cura prematura de la angustia sin eliminar su fuente y su resorte últimos puede ser lo contrario: un factor de regresión y de represión. Vivir sin angustia es en realidad la única definición sin compromisos de la libertad porque comprende todo el contenido de la esperanza: la felicidad tanto material como espiritual. Pero no puede haber (o más bien no debería haber) vida sin angustia mientras no se haya dominado la muerte, y no en el sentido de una expectación y una aceptación conscientes de la muerte de cualquier modo que viniere, sino en el sentido de quitarle su horror y su incalculable poder, así como su santidad trascendental. Esto significa que la lucha sistemática y concertada contra la muerte en todas sus formas debería ser llevada más allá de los límites declarados socialmente tabú. La lucha contra la enfermedad no es lo mismo que la lucha contra la muerte. Parece existir un punto en el que la primera deja de prolongarse en la segunda. Parece que una barrera mental profundamente arraigada detiene la voluntad antes de llegar a la barrera técnica. El hombre parece inclinarse ante lo inevitable sin estar realmente convencido de que lo es. La barrera está defendida por todos los valores perpetuados socialmente, vinculados a las características redentoras e incluso creadoras de la muerte: su necesidad natural y esencial (“la vida no sería vida sin la muerte”). La breve e incalculable duración de la vida impone una renuncia y una servidumbre constantes, un esfuerzo heroico y un sacrificio por el futuro. La ideología de la muerte actúa en todas las formas de “ascetismo intramundano”. La destrucción de la ideología de la muerte supondría una transvaloración explosiva de los conceptos sociales: la buena consciencia de ser un cobarde, la desglorificación y la desublimación; supondría un nuevo “principio de realidad” que liberaría el “principio del placer” en vez de reprimirlo.
La mera formulación de estos objetivos indica por qué han sido convertidos tan rígidamente en tabúes. Su realización equivaldría al derrumbamiento de la civilización establecida. Freud ha mostrado las consecuencias de una desintegración (hipotética) o incluso de una relajación esencial del “principio de realidad” predominante: la relación dinámica entre Eros y el instinto de muerte es tal que una reducción del segundo por debajo del nivel en que funciona de un modo socialmente útil liberaría al primero más allá del nivel “tolerable”. Ello supondría un grado de desublimación que arruinaría las conquistas más valiosas de la civilización. La visión de Freud fue lo bastante penetrante para invocar en contra de su propia concepción el tabú que violaba. El psicoanálisis casi se ha liberado a sí mismo de estas especulaciones “acientíficas”. No es éste el lugar apropiado para discutir si la afirmación de la muerte expresa un “deseo de morir” profundamente arraigado, o un “instinto de muerte” primario en toda vida orgánica, o si este “instinto” no se ha convertido en una “segunda naturaleza” bajo el impacto histórico de la civilización(2). El manejo de la muerte por la sociedad y su actitud hacia ella parecen reforzar la hipótesis relativa al carácter histórico del instinto de muerte.
FOTO: Joel Peter Witkin (USA). |
Tanto el temor a la muerte cuanto su represión en la aceptación de la muerte como una necesidad sancionada entran como factores de cohesión en la organización de la sociedad. El hecho natural de la muerte se convierte en una institución social. Ninguna dominación es completa sin la amenaza de muerte y sin el derecho reconocido a dispensar la muerte -muerte por sentencia legal, en la guerra, por hambre-.Y ninguna dominación es completa si la muerte, institucionalizada de este modo, no se reconoce como algo más que una necesidad natural y un hecho bruto: como algo justificado y como una justificación. Esta justificación parece ser en último término, y dejando de lado los detalles, el sentimiento de culpa individual derivado de la culpa universal que es la vida misma, la vida del cuerpo. La idea cristiana primitiva, según la cual todo gobierno secular es un castigo por el pecado, ha sobrevivido pese a haber sido desechada oficialmente. Si la vida misma es pecaminosa, entonces todos los patrones racionales de justicia terrena, de felicidad y de libertad, son simplemente condicionales, secundarios, y se ven justamente reemplazados por patrones irracionales (en términos de la vida terrestre) pero superiores. Lo decisivo no es si esto “se cree realmente” todavía sino si la actitud motivada en otro tiempo por esta creencia es perpetuada y reforzada por las condiciones e instituciones de la sociedad.
Cuando la idea de la muerte como justificación ha arraigado firmemente en la existencia del individuo la lucha por la victoria sobre la muerte queda detenida en los individuos y por obra de ellos mismos. Experimentan la muerte no solamente como el límite biológico de la vida orgánica como el límite científico-técnico del conocimiento, sino también como un límite metafísico. Luchar, protestar contra el límite metafísico de la existencia humana no solamente es una locura: es esencialmente imposible. Lo que consigue la religión mediante la idea de pecado lo afirma la filosofía mediante la idea de la finitud metafísica de la existencia humana. La finitud, en sí misma, es un mero hecho biológico: que la vida orgánica de los individuos no perdura siempre, que envejece y se deshace. Pero esta condición biológica del hombre no tiene que ser la inagotable fuente de la angustia. Puede muy bien ser (y lo ha sido para muchas escuelas filosóficas) lo contrario, esto es, un estímulo para realizar incesantes esfuerzos por extender los límites de la vida, para luchar por una existencia no culpable, y para determinar su final, para someterlo a la autonomía humana, ya que no en términos de tiempo, sí al menos en términos cualitativos, eliminando la caducidad y el sufrimiento. La finitud como estructura metafísica aparece de manera muy distinta. En ella, la relación entre la vida y el fin de la vida está, por decirlo así, invertida. Con la muerte como categoría existencial, la vida se convierte en un ganarse la vida más que en un vivir, en un medio que es un fin en sí mismo. La libertad y la dignidad del hombre se ven en la afirmación de su inadecuación desesperada, en su limitación eterna. La metafísica de la finitud se alinea así con el tabú de la esperanza no mitigada.
La muerte cobra la fuerza de una institución que, debido a su utilidad vital, no debe ser modificada aunque acaso pudiera serlo. La especie se perpetúa por medio de la muerte de los individuos; eso es un hecho natural. La sociedad se perpetúa por medio de la muerte de los individuos, pero esto no es ya un hecho natural sino un hecho histórico. Los dos hechos no son equivalentes. En la primera proposición, la muerte es un hecho biológico; en la segunda, la muerte es una institución y un valor: la cohesión del orden social depende en considerable medida de la efectividad con que los individuos condesciendan con la muerte como algo más que con una necesidad natural; de su disposición a sacrificarse a sí mismos y a no luchar “demasiado” con la muerte. No hay que valorar demasiado la vida; al menos, no hay que valorarla como el bien supremo. El orden social exige conformarse a la servidumbre ya la resignación; exige heroísmo y el castigo del pecado. La civilización establecida no funciona sin un grado considerable de falta de libertad, y la muerte, la causa última de toda angustia, sostiene la falta de libertad. El hombre no es libre en la medida en que la muerte no se ha vuelto realmente en algo “suyo”, esto es, en la medida en que no ha sido sometida a su autonomía. La realización de semejante autonomía solamente es concebible si la muerte deja de aparecer como la “negación de la negación”, como una redención de la vida.
Hay otro aspecto siniestro en la exaltada aceptación de la muerte como algo más que un hecho natural; un aspecto que se pone de manifiesto en los antiguos relatos de madres que se complacieron por el sacrificio de sus hijos en los campos de batalla, en las cartas más recientes de madres que otorgaban su perdón a los ejecutores de sus hijos, en la indiferencia estoica con que muchos viven cerca de campos de pruebas atómicas y consideran la guerra algo normal. No hay duda de que encontraremos fácilmente explicaciones: la defensa de la nación es el requisito previo necesario para la existencia de todos sus ciudadanos; el juicio final del homicida corresponde a Dios y no al hombre, etcétera. Sin embargo, por razones más materiales, el individuo ha dejado de tener poder “para hacer algo” desde hace mucho, y esta falta de poder se racionaliza en la forma de obligación moral, de virtud o de honor. Todas estas explicaciones, con todo, parecen venirse abajo ante una cuestión central: su carácter no disfrazado, casi exhibicionista, de afirmación, de consentimiento instintivo. En realidad parece difícil rechazar la hipótesis de Freud de un deseo de muerte insuficientemente reprimido. Pero diré, una vez más, que el impulso biológico que actúa en el deseo de muerte puede no ser tan biológico. La necesidad de sacrificar la vida del individuo de modo que pueda continuar la vida del “conjunto” puede haber sido “alimentada” por fuerzas históricas. Aquí el “conjunto” no es la especie natural, la humanidad: se trata más bien de la totalidad de instituciones y relaciones que han creado los hombres a lo largo de su historia. Esta totalidad, sin la afirmación instintiva de su indiscutible prioridad, puede estar en peligro de desintegración. Cuando Hegel decía que la historia es el altar de la matanza en el que la felicidad de los individuos se sacrifica al progreso de la Razón, no se refería a un proceso natural. Señalaba un hecho histórico. La muerte en el altar del sacrificio de la historia, la muerte que la sociedad impone a los individuos no es mera naturaleza: es también Razón (con R mayúscula). A través de la muerte en el campo del honor, en las minas y en los caminos reales, por la enfermedad y la miseria no dominadas, por obra del Estado y de sus órganos, la civilización progresa. ¿Puede concebirse el progreso en estas condiciones a lo largo de siglos sin el consentimiento efectivo de los individuos, sin un acuerdo instintivo -ya que no consciente- que complemente y sostenga la sumisión impuesta por obediencia voluntaria? Y si prevalece semejante consentimiento “voluntario”, ¿cuáles son sus raíces y sus razones?
Las preguntas nos hacen volver al comienzo. La sumisión a la muerte es sumisión al señor de la muerte: a la polis, al Estado, a la naturaleza o al dios. El juez no es el individuo, sino un poder superior; el poder sobre la muerte es también poder sobre la vida. Pero ésta es sólo la mitad de la historia. La otra es la disposición, el deseo de abandonar una vida de falsedad, una vida que traiciona no solamente los sueños de la juventud sino también las esperanzas y promesas maduras del hombre. Se refieren al más allá, al más allá del cielo, o del espíritu, o de la nada. Lo decisivo es el elemento de protesta: protesta por parte de quienes carecen de poder. Y puesto que carecen de poder, no solamente se someten, sino que perdonan a quienes distribuyen la muerte. Semejante perdón puede congraciar al poder supremo y asegurar su amor, pero también consagra la debilidad. La idea de Nietzsche de la genealogía de la moral se aplica también a la actitud moral hacia la muerte. Los esclavos se rebelan -y triunfan- no liberándose a sí mismos, sino proclamando que su debilidad es la corona de la humanidad. Y la impotencia de la protesta perpetúa el poder temido y odiado.
[Traducción: Juan-Ramón Capella]
NOTAS
Hay otro aspecto siniestro en la exaltada aceptación de la muerte como algo más que un hecho natural; un aspecto que se pone de manifiesto en los antiguos relatos de madres que se complacieron por el sacrificio de sus hijos en los campos de batalla, en las cartas más recientes de madres que otorgaban su perdón a los ejecutores de sus hijos, en la indiferencia estoica con que muchos viven cerca de campos de pruebas atómicas y consideran la guerra algo normal. No hay duda de que encontraremos fácilmente explicaciones: la defensa de la nación es el requisito previo necesario para la existencia de todos sus ciudadanos; el juicio final del homicida corresponde a Dios y no al hombre, etcétera. Sin embargo, por razones más materiales, el individuo ha dejado de tener poder “para hacer algo” desde hace mucho, y esta falta de poder se racionaliza en la forma de obligación moral, de virtud o de honor. Todas estas explicaciones, con todo, parecen venirse abajo ante una cuestión central: su carácter no disfrazado, casi exhibicionista, de afirmación, de consentimiento instintivo. En realidad parece difícil rechazar la hipótesis de Freud de un deseo de muerte insuficientemente reprimido. Pero diré, una vez más, que el impulso biológico que actúa en el deseo de muerte puede no ser tan biológico. La necesidad de sacrificar la vida del individuo de modo que pueda continuar la vida del “conjunto” puede haber sido “alimentada” por fuerzas históricas. Aquí el “conjunto” no es la especie natural, la humanidad: se trata más bien de la totalidad de instituciones y relaciones que han creado los hombres a lo largo de su historia. Esta totalidad, sin la afirmación instintiva de su indiscutible prioridad, puede estar en peligro de desintegración. Cuando Hegel decía que la historia es el altar de la matanza en el que la felicidad de los individuos se sacrifica al progreso de la Razón, no se refería a un proceso natural. Señalaba un hecho histórico. La muerte en el altar del sacrificio de la historia, la muerte que la sociedad impone a los individuos no es mera naturaleza: es también Razón (con R mayúscula). A través de la muerte en el campo del honor, en las minas y en los caminos reales, por la enfermedad y la miseria no dominadas, por obra del Estado y de sus órganos, la civilización progresa. ¿Puede concebirse el progreso en estas condiciones a lo largo de siglos sin el consentimiento efectivo de los individuos, sin un acuerdo instintivo -ya que no consciente- que complemente y sostenga la sumisión impuesta por obediencia voluntaria? Y si prevalece semejante consentimiento “voluntario”, ¿cuáles son sus raíces y sus razones?
Las preguntas nos hacen volver al comienzo. La sumisión a la muerte es sumisión al señor de la muerte: a la polis, al Estado, a la naturaleza o al dios. El juez no es el individuo, sino un poder superior; el poder sobre la muerte es también poder sobre la vida. Pero ésta es sólo la mitad de la historia. La otra es la disposición, el deseo de abandonar una vida de falsedad, una vida que traiciona no solamente los sueños de la juventud sino también las esperanzas y promesas maduras del hombre. Se refieren al más allá, al más allá del cielo, o del espíritu, o de la nada. Lo decisivo es el elemento de protesta: protesta por parte de quienes carecen de poder. Y puesto que carecen de poder, no solamente se someten, sino que perdonan a quienes distribuyen la muerte. Semejante perdón puede congraciar al poder supremo y asegurar su amor, pero también consagra la debilidad. La idea de Nietzsche de la genealogía de la moral se aplica también a la actitud moral hacia la muerte. Los esclavos se rebelan -y triunfan- no liberándose a sí mismos, sino proclamando que su debilidad es la corona de la humanidad. Y la impotencia de la protesta perpetúa el poder temido y odiado.
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[Traducción: Juan-Ramón Capella]
NOTAS
(1) HEGEL, G. W. F., The Philosophy of Fine Art, G. Bell & Sons, Londres, 1920, vol. II. (2) He tratado de discutir el problema en mi libro Eros and Civilization, The Beacon Press, Boston, 1955 (hay trad. cast., Barcelona, Seix-Barral, 1968).
(*) Texto perteneciente al libro, ENSAYOS SOBRE POLÍTICA Y CULTURA, Editorial Planeta-De Agostini, S.A. Traducción cedida por Editorial Ariel, S.A. Más información sobre Hebert Marcuse en: www.marcuse.org
(*) Texto perteneciente al libro, ENSAYOS SOBRE POLÍTICA Y CULTURA, Editorial Planeta-De Agostini, S.A. Traducción cedida por Editorial Ariel, S.A. Más información sobre Hebert Marcuse en: www.marcuse.org
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