LIBROS: Ante la ausencia de la memoria histórica


«Luciérnagas en El Mozote»
Rufina Amaya Márquez, Mark Danner y Carlos Henríquez Consalvi.
Ediciones Museo de la Palabra.
1ª Ed. 1996. 148 páginas.
El Salvador. Centro América.

Establecer las bases claves para la construcción de una memoria histórica nacional es un proyecto que hasta hace poco tiempo venía siendo un vacío en el ámbito cultural de El Salvador. Está claro que hasta la fecha la opción oficial ha sido la constante en este sentido, con algunas contadas excepciones, las cuales, durante el desarrollo de la contienda, y aún desde antes, permanecieron marginadas y sujetas a escrutinios parciales.

No obstante la magnitud ominosa del reciente conflicto, tanto en pérdidas de vidas humanas como en el desgaste emocional de la sociedad, la actitud oficial prevalente después de la firma de los tratados de paz ha sido la de difuminar y aligerar la realidad vivida durante esos cruentos años, con el propósito lenitivo de ofrecer la “versión oficial” del trauma causado por los acontecimientos. Pero en forma alguna esta actitud oficial resulta novedosa; su accionar se ha justificado siempre con aquello de sobra conocido de “la Historia se escribe con el propósito de no repetirla”. No obstante, a pesar del grado de oficialidad que ostente la propuesta, el contexto de la realidad y la experiencia ha demostrado lo contrario: el resultado ha sido siempre el olvido y la reincidencia.

Recientemente se ha operado un ostensible cambio en este sentido con la aparición del Museo de la Palabra en el campo historiográfico institucional de El Salvador. Es decir, todo ello si la entidad logra desarrollar y consolidar el cometido indispensable de investigar, recopilar, documentar y preservar el resultado del trabajo histórico en El Salvador del siglo XX, empeño que presenta tareas y retos inmensurables, no obstante la patente necesidad de remontar tal empresa y su importancia como contraparte a quizás la única opción existente.

Dentro de ese contexto el Museo de la Palabra presenta el libro Luciérnagas en El Mozote, cuya aparición inicia una proyectada serie de publicaciones inclinada a lograr los objetivos mencionados anteriormente. Y valga la pena remitir desde ya el excelente resultado obtenido en el empeño, ya sea el admirable trabajo editorial, así como la magnífica factura y esmerada presentación del libro como objeto.

Habiendo expedido la premisa anterior es preciso hacer ciertas observaciones respecto del contenido del libro, el cual, a pesar del macabro origen del tema, mantiene sin embargo un tono sobrio y equilibrado a través de sus páginas.

El libro se compone esencialmente de tres partes. Abre su contenido una cita del diario personal del desaparecido luchador de los derechos humanos, Herbert Anaya Sanabria, cuya diáfana descripción del sitio donde tuvieron lugar los hechos sugiere la inminencia de una catástrofe a describirse. En primer lugar en un lenguaje sencillo, orgánico y directo encontramos el testimonio de Rufina Amaya Márquez, única sobreviviente de la masacre de El Mozote ocurrida en diciembre de 1981; deplorable evento considerado uno de los más espeluznantes asesinatos colectivos de la historia reciente de América Latina. La descripción de los hechos por parte de esta mujer de 38 años quien perdió a su marido y sus cuatro hijos durante esas sangrientas acciones viene marcada por un crudo patetismo que se desprende de la aciaga experiencia vivida, y el cual es levemente contrarrestado por la sencillez de su lenguaje. Sin embargo, es difícil mantener una actitud parca y ecuánime al leer los detalles del horror que tuvo lugar en la vida de esta mujer en ese nefasto sitio; de la misma forma que resulta inútil el tratar de conjeturar y buscar explicaciones lógicas a los hechos que ocurrieron. Podría sugerirse que sólo este primer testimonio bastaría para resumir la magnitud de lo que eventualmente significó el conflicto de 12 años en El Salvador. Un detalle que le brinda una brizna de esperanza a esta primera parte es el saber de la tenacidad de esta mujer en tratar de recuperar su vida en la actualidad.

La segunda parte es la más extensa y está constituida por una traducción libre del trabajo de investigación del periodista estadunidense Mark Danner cuyo texto original apareció en los Estados Unidos en la revista The New Yorker, en diciembre de 1993. Escrito en formato de reportaje de tono periodístico característico de la escuela norteamericana, el relato resulta no obstante una suerte de alivio para el lector dada la intensidad del testimonio que le precede. Esto no significa sin embargo que el relato no produzca un efecto devastador en el ánimo, ya que aún en la aparente indiferencia de la prosa predomina un tono fatalista en la narración de los eventos que culminaron con la catástrofe. Un detalle que cabe destacar en este segmento es la recopilación de datos y fechas relevantes para la ubicación histórica de los hechos; además de las descripciones de la evolución de los eventos políticos que se conjugaron en el fatídico suceso y de los protagonistas que estuvieron vinculados a ello, tanto aquellos que participaron de manera directa en la masacre, como también quienes de forma periférica tomaron decisiones que marcaron el destino de la pequeña población en El Salvador.

Finalmente, en la tercera parte encontramos el testimonio de otro protagonista del evento, el destacado periodista Carlos Henríquez Consalvi, fundador y excolaborador de Radio Venceremos y actual director del Museo de la Palabra en El Salvador. Dada su condición de periodista, se hace patente en el testimonio de Henríquez Consalvi la conjugación del reportaje y la literatura, a través de lo cual nos muestra ahora una visión del evento desde un ángulo distinto al de la víctima y alejado del lenguaje de investigación. Su testimonio es el resultado de una mezcla del lenguaje coloquial de los combatientes participantes y el estilo descriptivo ágil del periodista en acción. Ello es evidente en el formato literario de los parlamentos de los protagonistas y particularmente en los acertados esbozos de lo que fue ese infierno, como a continuación: «Penetramos en la iglesia, micrófono en mano describí la escena: desolación, bancas destrozadas, vírgenes agujereadas; un santo sin cabeza, las paredes pasconeadas por las ametralladoras. Esparcidos por el suelo: zapatos, cédulas de identidad, muñecas, novenarios, un daguerrotipo, peinetas, biberones…» 

Asimismo el valor de su contribución estriba en hacer mención y recoger el testimonio de varios otros protagonistas, quienes de otra manera hubieran pasado a la gruesa historia del anonimato, y sin cuyo aporte testimonial el hecho aparecería como un evento excepcional aislado.

Cabe también destacar en este caso, que aun cuando el autor fue miembro activo de una las partes beligerantes, mantiene sin embargo un tono virtualmente imparcial, y esto provee al libro el carácter de documento histórico que pretende alcanzar. Con mínimas excepciones de ciertas imprecisiones, éstas en forma alguna minan la esencia y el valor editorial del libro.

Para finalizar estos apuntes quiero reiterar la sobriedad del Epílogo, en el cual vienen perfilados varios planteamientos y reflexiones de urgente relevancia en el entendimiento de nuestros países centroamericanos y su situación ante el mundo. Del mismo modo soy de la opinión que el testimonio de Rufina Amaya Márquez debería ser lectura requerida en las agendas de estudios de las futuras generaciones.

Todo lo encontrado en este libro apunta y parece indicar que la memoria histórica nacional es la base sobre la cual como sociedad tendremos que poner nuestra esperanza colectiva, para cimentar una visión de vida más halagüeña y así crear la historia del siglo que nos aguarda.


ARMANDO MOLINA
San Francisco, California, 1º. de agosto de 1997.


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Publicado originalmente en el Suplemento cultural ENCUENTROS, de San Francisco, California. Agosto 1997.

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