El macho cabrío (Cuento)
Imagen: Internet. |
Por ARMANDO MOLINA
A Juan Recinos Menjívar
Estaban acurrucados en la oscuridad del monte y ahora la luna había salido de entre un grueso nudo de nubes color cenizo que la había ocultado durante gran parte de la noche. Ninguno de los dos hombres había hablado por largo rato. Sólo esperaban.
Finalmente, la voz de Ramón quebró el largo silencio para decirle a su hermano Felipe que le pasara un cigarro. Sin hablar, Felipe sacó del bolsillo de su camisa la bolsita de cuero con el dibujo indígena donde guardaba el tabaco, y ayudado ahora por la luz plateada de la luna lió hábilmente un cigarro; luego se lo pasó a su hermano.
Ramón se lo llevó a los labios, lo encendió y le dio una larga y desesperada chupada; exhaló el humo haciendo un ruido extraño, como un silbido ronco y cansado. Miró hacia el cielo que aparecía manchado de nubes cenizas, mientras movía los labios imperceptiblemente y rezaba una oración, quedito, sin querer ser escuchado. El silencio era imposiblemente profundo. Hacia el final del horizonte oscuro sólo podían distinguirse los negros perfiles de las montañas que definían la frontera con Honduras. Ambos hombres sabían que más allá de aquellos cerros se encontraba Valladolid, Nueva Ocotepeque, y que desde donde ellos se encontraban sólo había negras cañadas cubiertas de pinares y tupidos montes, quebradas, ríos y animales salvajes. La noche anterior habían salido a la caza de venados. Pero no había visto uno en toda la noche. Ni siquiera conejos. Ellos seguirían esperando, sin embargo.
Felipe se puso a liar otro cigarro sin hacer el menor ruido. Luego de un instante, el chasquido del fósforo iluminó momentáneamente el rostro del hombre, acentuando sus facciones. Un segundo después, el rostro volvió a sumirse en la oscuridad. Ahora fumaban los dos.
–¿Qué crees, Ramón? –dijo Felipe al cabo, mientras fumaba su cigarro. –Es más de la una, y nada. Ya hasta tengo entumecidas las piernas de estar acurrucado.
–Calmado, hermano, calmado. Ya ha salido la luna. Ahora sólo hay que estar listo. Dentro de un rato nos vamos a separar y nos iremos por el lado de las pozas a rodear el terreno. Te juro que esos cabros están pastando por el claro de la quebrada, pasando la barranca del Varillo. Así que paciencia.
–Eso fue lo que dijiste hace tres horas: paciencia, paciencia, que ya pasaría algún cabro por aquí. Y hasta ahora, nada.
–Eso es lo malo con vos, Felipe; no tenés ni pizca de paciencia. Mejor tranquilo y seguí esperando. La acción va a empezar pronto.
–No’mbre, si hasta ahora la única acción fue la aurorita esa que cantó hace como dos horas. Me puso la carne de gallina, te diré. No me gusta nada este silencio. Nada, nada.
–A mí tampoco me gusta. Pero así es la caza del venado, hombre. De noche. Con luna. Solo. Ya sabés lo que dice mi papá.
Los hombres volvieron a sumirse en el silencio; fumaban y esperaban oír el primer ruido proveniente de la negrura del monte que les indicaría la presencia de un venado.
Al cabo de un rato oyeron el primer ruido. Era más bien una especie de gruñido hondo, prolongado, que terminaba en un grito desesperado y que parecía se originaba a unos cuantos metros de ellos. Ramón y Felipe se pusieron alerta. Un escalofrío les recorrió vertiginoso hasta la punta de los pies. Ahora Felipe ni se acordaba que hacía apenas unos instantes había estado aburrido; apretaba su fusil checoslovaco modelo 1955 con manos sudorosas. Su cuerpo se había puesto tenso y escudriñaba la oscuridad, aprensivo. También Ramón se había puesto tenso; pero parecía más resuelto en averiguar la procedencia de aquellos gruñidos. Se tocó los bolsillos de la chumpa donde guardaba las municiones y al palparlas se sintió más tranquilo, como si al realizar aquella acción el ruido cesaría. Volvió las manos a su fusil y se incorporó a su posición de alerta. Se quedó escuchando atentamente.
El ruido se hizo más intenso a medida que corrían los minutos. Al cabo, se había definido en un ronco alarido que hacía que a los dos se les erizaran los pelos del cuerpo. Y tal como lo había dicho Ramón, los gruñidos parecían provenientes del lado de la barranca por donde estaba tan seguro estarían pastando los venados.
A través del cielo la luna se movía lentamente esquivando las ominosas nubes oscuras. La pálida claridad hacía que la negrura del monte apareciera con vida al caer sobre las hojas de la tupida vegetación que se apretaba junto a ellos y más allá del claro rodeado de cicagüites donde se definía un terreno extenso que ostentaba un gran número de piedras blancas. Habían llegado hasta aquel sitio cuando ya era de noche; sólo sabían que estaban cerca de la barranca del Varillo próxima a la frontera con Honduras. El día anterior, cuando empezaba a oscurecer y salieron cada uno de su casa armados con fusiles, municiones y comida para la faena y habían pasado frente a la casa paterna, su padre les había aconsejado que tomaran rumbo hacia el lado del Portillo, el nombre de la puerta imaginaria que servía de paso de frontera entre Honduras y El Salvador. Habían caminado durante las tempranas horas de la tarde hasta llegar a aquella negra barranca que parecía tragarse los ruidos de la noche. No recordaban haber pasado algún pueblo o cantón. Habían saltado cercos de piedra donde se libraron de espinosas matas de piña que amenazaban con romperles la ropa; vadearon quebradas de agua lodosa que corrían desesperadas hasta perderse en la negrura de la noche; cruzaron extensos potreros donde lo único que veían eran las inmóviles siluetas del ganado; y treparon por los costados de tenebrosos barrancos hasta que se hizo bien de noche. Al principio se guiaban por las veredas que conducían a Honduras ayudados por la claridad de la luna; pero a medida que esta se perdía entre las densas nubes negras, empezaron a utilizar la lámpara de mano; la usaban a intervalos, brevemente, sólo cuando lo creían necesario. Les guiaba el instinto de cazador acostumbrado a caminar en la oscura noche tropical. Lo menos que deseaban era que se les agotaran por completo las pilas de la lámpara de mano y correr el riesgo de quedarse en la oscuridad, aún con la luz de la luna, arriba, en aquel amenazador cielo sin estrellas.
–¿Qué decís, Ramón? ¿Qué creés que es eso? –preguntó Felipe en voz baja, concentrando la vista en la oscuridad del monte que se lo tragaba todo.
–No estoy seguro, pero ya tengo una idea.
–¿Vamos a averiguar?
–Ni modo. A eso vinimos.
–¡Puta; tengo un miedo cabrón! ¿Oíste esos gritos? Eso no es un venado, Ramón, no jodás.
–¡¿Y qué más va a ser, hombre?!
–¡Ese es el diablo, hermano! Oí cómo brama ese maldito.
–Dejate de babosadas, Felipe. Ese es un venado en celo, no jodás. Seguro que anda buscando una hembra y lo han dejado dando alaridos. Hay que irse preparando; aquí viene lo bueno.
La escueta explicación de su hermano mayor pareció surtir efecto. Pero Felipe seguía apretando el fusil con firmeza. Sentía además la confianza de la experiencia; había salido a cazar tantas veces. Con o sin luna. Y también lo había hecho solo. ¿Qué le pasaba ahora?
No obtuvo respuesta. Decidió aceptar la explicación de su hermano mayor; le pareció lo más sensato.
–Bueno pues... –dijo Ramón, incorporándose de su escondite– vamos por ese animal. Me voy yo por el lado de la quebrada; andate vos por aquí recto y te metés ahí por los cicagüites. A ver si lo podemos rodear y lo cercamos en aquel claro que se ve allá por esas piedras blancas. Tené cuidado al disparar. Acordate siempre que estaré dando la vuelta por la quebrada; y también evitá el viento que va en dirección al animal. Un solo error, y lo perdemos. ¿Querés la lámpara de mano?
–No... está bien así –vaciló Felipe, ya más calmado luego de prestar atención a las instrucciones de su hermano. –Nos encontramos allí donde decís, en el claro de las piedras blancas.
Las siluetas de los hermanos se deslizaron sigilosas por debajo de unas matas de chaparro que les habían servido de escondite en aquel flanco quebradizo del barranco del Varillo. La maleza allí era densa. La tierra estaba húmeda. El frío de la medianoche había hecho su aparición hacía rato y los bramidos del animal se habían hecho más estridentes, pero menos frecuentes. Felipe sentía el corazón golpeándole el pecho de una forma desordenada; la boca se le secaba cada vez que oía aquel bramido de animal furioso. Se dijo que se trataba de la exaltación y no del miedo.
Cruzó el lecho pedregoso de la quebrada caminando despacio y sin hacer el menor ruido. Pasó al otro lado, atravesó un banco de arena floja y piedras lisas, y se trepó por el flanco del barranco ayudándose con unas raíces que sobresalían del risco. Su hermano ya había desaparecido en la oscuridad del monte.
Felipe asomó primero la cabeza para cerciorarse de no espantar al animal o aquella fiera que bramaba en la oscuridad. Se concentró y miró hacia el lado de las siluetas de los cicagüites. No se veía nada más que oscuridad. Haciendo un gran esfuerzo, empezó a arrastrarse por la superficie del claro hasta alcanzar la arboleda. En ese momento pasó a su lado una sombra fugaz que dejó a su paso un hedor a orines y un hálito caliente. El corazón le dio un vuelco violento y Felipe sintió que se le engarrotaban las extremidades. Se volvió sobre su espalda y apretó el fusil a su pecho para prevenir que le embargara el miedo. Su instinto de cazador experimentado le dictaba que no debía disparar hasta tener la pieza en la mira. Recordó también las palabras de su hermano. Tenía la garganta completamente seca, y la exaltación le hacía temblar el cuerpo.
Volvió a darse vuelta y se incorporó; se quedó quieto por un instante, taladrando la oscuridad con los ojos, el corazón golpeándole los oídos. El bramido no se oyó más. Ahora se oían ruidos como de algo que escarba la tierra, como el ruido de pezuñas de un macho cabrío que se dispone a embestir. De pronto, también ese ruido cesó. Y la luna se ocultó tras el denso telón negro de unas flatulentas nubes bajas. Su campo de visión se desvaneció; sólo tenía ante sus ojos una infinita negrura.
Pasaron unos minutos; ya no se oía nada. Felipe aguzó el oído, pero únicamente oyó los latidos de su corazón que parecía iba a explotarle de un momento a otro.
De pronto, a sus espaldas oyó el ruido de hojas secas agitándose; Felipe consideró que era el vientecillo de la medianoche que empezaba a desperezarse. Pero el ruido se hizo más fuerte y ahora parecían furiosos manotazos dados al denso follaje del monte. Volvió a ponerse alerta y empezó a experimentar un enardecimiento que le parecía iba a convertirse en terror de un momento a otro.
Rápidamente, con un movimiento hábil Felipe se dio vuelta dispuesto a dispararle a la bestia que se escondía en la espesura y que sentía venía ya a atacarle. Distinguió, apenas, una silueta que se deslizó detrás de un cedro de tronco ancho, como a diez metros de distancia.
–Ramón... ¡Ramón!... –susurró Felipe, pensando que se trataba de su hermano, quien pronto saldría al claro de las piedras blancas donde habían quedado juntarse.
Ahora el ruido lo oyó a su izquierda, proveniente del ángulo opuesto de su campo de visión. ¡Imposible! ¡Ese no es un venado!, pensó. Destrabó el seguro del fusil, enganchó el martillete y cargó el pabellón. Empezaba a sentir las manos engarrotadas, como de palo. Aquí venía de nuevo: el cuerpo caliente y sudoroso que apestaba a orines le derribó al suelo de un golpe en la espalda. Felipe se incorporó rápidamente y pensó que iba a empezar a gritar, pero apenas si pudo tragar un asomo de saliva en su boca seca. Oyó claramente el rascado sobre la tierra. Y luego la embestida.
El tufo a orines se hizo más fuerte en la oscuridad. El bramido en sus oídos. Y luego el disparo. Y el otro. Y otro más, apuntándole al hocico hediondo que bramaba con furia.
Luego, silencio.
La silueta se desplazaba con dificultad hacia el terreno de las piedras blancas; parecía buscar su guarida. Felipe la observaba mientras cada uno de sus músculos se tensaban en un espasmo de terror y una sensación de repugnancia le revolvía el estómago. La sombra se detuvo. Felipe tuvo la impresión de que aquella cosa le miraba fijamente, con frialdad y odio. En un último intento, la bestia se preparó para embestir una vez más. Se lanzó al ataque con lo que parecía la cabeza erguida. Pero apenas se había movido unos metros cuando se oyó el violento disparo del fusil de Ramón... Y luego dos disparos seguidos... El animal sacudió la cabeza. De nuevo cayó el silencio. Y la oscuridad que pareció hacerse más pesada.
Felipe salió a unirse a su hermano al sitio donde había caído la bestia; se dio cuenta que el cuerpo le temblaba de pies a cabeza. Ramón salió entonces de la arboleda de cicagüites; también él temblaba. Esquivaron las curiosas piedras blancas esparcidas por aquel terreno desmochado, y se pararon junto al animal muerto que yacía de lado arrimado a una de las piedras blancas.
–¿Qué tal? –le preguntó Ramón a su hermano menor–. Casi te mata este maldito.
–Pensé que lo había matado desde el primer disparo que le hice –comentó Felipe intentando contener el temblor de su cuerpo–. Duro el condenado... –El silencio se tragaba sus palabras–. ¿Qué creés que será, hembra o macho? –agregó Felipe, y su voz se hundió en la noche.
–No sé, no tuve tiempo de verlo. Apenas pude dispararle a la sombra –dijo Ramón–. También a mí me atacó allá atrás, cuando venía rodeando las pozas. Me derribó dos veces al lado de la quebrada.
–¿Te fijaste como hedía el maldito?
–Puros orines de cabro –dijo la voz de Ramón en la oscuridad–. A ver, Felipe, sacá la lámpara para verlo.
–Pero si la tenés vos en la chumpa –le respondió Felipe mecánicamente, intentando reírse al darse cuenta que ambos estaban nerviosos. Pero sus músculos faciales aún no respondían.
Ramón se agachó para tocar el cuerpo de la bestia. Con la palma de la mano siguió el contorno del lomo y sintió la gruesa y obscena pelambrera entre sus dedos. El animal apestaba a sudor. En los dedos sintió el líquido caliente y pegajoso que manaba a chorros por debajo del pecho, junto a la pata delantera.
–Buen tiro –comentó Ramón tanteando la herida al tacto–. Pero casi le jodemos la tripa. Así hubiera hedido a mierda la carne.
–Asegurate que no sea un animal viejo –le dijo Felipe a su hermano–. Alumbrale los dientes con la lámpara.
Un viento frío se levantó de pronto. Los dos hermanos lo sintieron en la base de la nuca. Por un momento tuvieron la impresión de que estaban siendo observados.
–¡Alumbrá este hijueputa, Ramón! –le empujó Felipe–. No me gusta nada esta espera. ¡Apurate y lo amarramos y lo sacanos de aquí rapidito! Ya tengo ganas de irme. No me gusta nada este lugar.
–A mí tampoco –dijo Ramón–. Feo por allí por las pozas. Todo oscuro. Apenas se oye el rumor de la quebrada.
–Lo mismo digo yo.
Felipe se agachó para tocar el animal muerto. Le movió la cornamenta hacia un lado para abrirle el hocico. Sentía el cuerpo helado en tanto tocaba el cuerpo caliente del animal, y unos violentos escalofríos le azotaban la espalda.
–A ver, dame la lámpara –le dijo Felipe a su hermano.
Ramón le pasó la lámpara de mano. Lo que Felipe vio al abrirle el hocico al animal, le hizo echarse atrás de golpe.
–¡Puta! –exclamó Felipe, buscando en la oscuridad el rostro de su hermano –. ¿Qué es esto, Dios mío? ¡¿Qué es esto?!..
Felipe le alumbró el hocico a la bestia mientras con los dedos le movía los labios hacia atrás. Los dos se quedaron petrificados.
Bajo la débil luz de la lámpara de mano los tres dientes relumbraron con un brillo metálico. De la forma que Felipe le abría el hocico al animal, la impresión era de que aquel macho cabrío reía. La luna salió momentáneamente de entre las nubes, pero se apresuró a ocultarse.
Felipe y Ramón se incorporaron al mismo tiempo. Se echaron hacia atrás, alejándose del animal muerto. Tenían erizados los pelos del cuerpo. Ramón tropezó con la piedra blanca clavada junto al sitio donde yacía el animal. Bruscamente le arrebató de las manos la lámpara a Felipe. Y alumbró la piedra.
Ramón alumbró a su alrededor desordenadamente, iluminando una por una algunas de las piedras blancas más cercanas. Todas tenían inscripciones. En ese momento se oyó la primera pedrada, que pasó silbando por en medio de los dos hombres y se despeñó por el barranco hasta caer en la quebrada. Los hombres agarraron los fusiles y empezaron a moverse cautelosamente hacia el lado donde parecía terminaba el cementerio. La segunda pedrada cayó como a un metro de ellos. Sabían que la próxima les quebraría la espalda.
–Hoy si nos jodimos, hermano –exclamó Ramón– ¡Hoy si nos lleva la gran puta!...
La hojarasca de la arboleda junto al cementerio se arremolinó con el viento helado que subía del barranco. Los ruidos violentos volvían a escucharse provenientes de la oscuridad del monte. Tres pedradas más pasaron silbando sobre sus cabezas.
Los hombres se hundieron en la noche.
–No estoy seguro, pero ya tengo una idea.
–¿Vamos a averiguar?
–Ni modo. A eso vinimos.
–¡Puta; tengo un miedo cabrón! ¿Oíste esos gritos? Eso no es un venado, Ramón, no jodás.
–¡¿Y qué más va a ser, hombre?!
–¡Ese es el diablo, hermano! Oí cómo brama ese maldito.
–Dejate de babosadas, Felipe. Ese es un venado en celo, no jodás. Seguro que anda buscando una hembra y lo han dejado dando alaridos. Hay que irse preparando; aquí viene lo bueno.
La escueta explicación de su hermano mayor pareció surtir efecto. Pero Felipe seguía apretando el fusil con firmeza. Sentía además la confianza de la experiencia; había salido a cazar tantas veces. Con o sin luna. Y también lo había hecho solo. ¿Qué le pasaba ahora?
No obtuvo respuesta. Decidió aceptar la explicación de su hermano mayor; le pareció lo más sensato.
–Bueno pues... –dijo Ramón, incorporándose de su escondite– vamos por ese animal. Me voy yo por el lado de la quebrada; andate vos por aquí recto y te metés ahí por los cicagüites. A ver si lo podemos rodear y lo cercamos en aquel claro que se ve allá por esas piedras blancas. Tené cuidado al disparar. Acordate siempre que estaré dando la vuelta por la quebrada; y también evitá el viento que va en dirección al animal. Un solo error, y lo perdemos. ¿Querés la lámpara de mano?
–No... está bien así –vaciló Felipe, ya más calmado luego de prestar atención a las instrucciones de su hermano. –Nos encontramos allí donde decís, en el claro de las piedras blancas.
Las siluetas de los hermanos se deslizaron sigilosas por debajo de unas matas de chaparro que les habían servido de escondite en aquel flanco quebradizo del barranco del Varillo. La maleza allí era densa. La tierra estaba húmeda. El frío de la medianoche había hecho su aparición hacía rato y los bramidos del animal se habían hecho más estridentes, pero menos frecuentes. Felipe sentía el corazón golpeándole el pecho de una forma desordenada; la boca se le secaba cada vez que oía aquel bramido de animal furioso. Se dijo que se trataba de la exaltación y no del miedo.
Cruzó el lecho pedregoso de la quebrada caminando despacio y sin hacer el menor ruido. Pasó al otro lado, atravesó un banco de arena floja y piedras lisas, y se trepó por el flanco del barranco ayudándose con unas raíces que sobresalían del risco. Su hermano ya había desaparecido en la oscuridad del monte.
Felipe asomó primero la cabeza para cerciorarse de no espantar al animal o aquella fiera que bramaba en la oscuridad. Se concentró y miró hacia el lado de las siluetas de los cicagüites. No se veía nada más que oscuridad. Haciendo un gran esfuerzo, empezó a arrastrarse por la superficie del claro hasta alcanzar la arboleda. En ese momento pasó a su lado una sombra fugaz que dejó a su paso un hedor a orines y un hálito caliente. El corazón le dio un vuelco violento y Felipe sintió que se le engarrotaban las extremidades. Se volvió sobre su espalda y apretó el fusil a su pecho para prevenir que le embargara el miedo. Su instinto de cazador experimentado le dictaba que no debía disparar hasta tener la pieza en la mira. Recordó también las palabras de su hermano. Tenía la garganta completamente seca, y la exaltación le hacía temblar el cuerpo.
Volvió a darse vuelta y se incorporó; se quedó quieto por un instante, taladrando la oscuridad con los ojos, el corazón golpeándole los oídos. El bramido no se oyó más. Ahora se oían ruidos como de algo que escarba la tierra, como el ruido de pezuñas de un macho cabrío que se dispone a embestir. De pronto, también ese ruido cesó. Y la luna se ocultó tras el denso telón negro de unas flatulentas nubes bajas. Su campo de visión se desvaneció; sólo tenía ante sus ojos una infinita negrura.
Pasaron unos minutos; ya no se oía nada. Felipe aguzó el oído, pero únicamente oyó los latidos de su corazón que parecía iba a explotarle de un momento a otro.
De pronto, a sus espaldas oyó el ruido de hojas secas agitándose; Felipe consideró que era el vientecillo de la medianoche que empezaba a desperezarse. Pero el ruido se hizo más fuerte y ahora parecían furiosos manotazos dados al denso follaje del monte. Volvió a ponerse alerta y empezó a experimentar un enardecimiento que le parecía iba a convertirse en terror de un momento a otro.
Rápidamente, con un movimiento hábil Felipe se dio vuelta dispuesto a dispararle a la bestia que se escondía en la espesura y que sentía venía ya a atacarle. Distinguió, apenas, una silueta que se deslizó detrás de un cedro de tronco ancho, como a diez metros de distancia.
–Ramón... ¡Ramón!... –susurró Felipe, pensando que se trataba de su hermano, quien pronto saldría al claro de las piedras blancas donde habían quedado juntarse.
Ahora el ruido lo oyó a su izquierda, proveniente del ángulo opuesto de su campo de visión. ¡Imposible! ¡Ese no es un venado!, pensó. Destrabó el seguro del fusil, enganchó el martillete y cargó el pabellón. Empezaba a sentir las manos engarrotadas, como de palo. Aquí venía de nuevo: el cuerpo caliente y sudoroso que apestaba a orines le derribó al suelo de un golpe en la espalda. Felipe se incorporó rápidamente y pensó que iba a empezar a gritar, pero apenas si pudo tragar un asomo de saliva en su boca seca. Oyó claramente el rascado sobre la tierra. Y luego la embestida.
El tufo a orines se hizo más fuerte en la oscuridad. El bramido en sus oídos. Y luego el disparo. Y el otro. Y otro más, apuntándole al hocico hediondo que bramaba con furia.
Luego, silencio.
La silueta se desplazaba con dificultad hacia el terreno de las piedras blancas; parecía buscar su guarida. Felipe la observaba mientras cada uno de sus músculos se tensaban en un espasmo de terror y una sensación de repugnancia le revolvía el estómago. La sombra se detuvo. Felipe tuvo la impresión de que aquella cosa le miraba fijamente, con frialdad y odio. En un último intento, la bestia se preparó para embestir una vez más. Se lanzó al ataque con lo que parecía la cabeza erguida. Pero apenas se había movido unos metros cuando se oyó el violento disparo del fusil de Ramón... Y luego dos disparos seguidos... El animal sacudió la cabeza. De nuevo cayó el silencio. Y la oscuridad que pareció hacerse más pesada.
Felipe salió a unirse a su hermano al sitio donde había caído la bestia; se dio cuenta que el cuerpo le temblaba de pies a cabeza. Ramón salió entonces de la arboleda de cicagüites; también él temblaba. Esquivaron las curiosas piedras blancas esparcidas por aquel terreno desmochado, y se pararon junto al animal muerto que yacía de lado arrimado a una de las piedras blancas.
–¿Qué tal? –le preguntó Ramón a su hermano menor–. Casi te mata este maldito.
–Pensé que lo había matado desde el primer disparo que le hice –comentó Felipe intentando contener el temblor de su cuerpo–. Duro el condenado... –El silencio se tragaba sus palabras–. ¿Qué creés que será, hembra o macho? –agregó Felipe, y su voz se hundió en la noche.
–No sé, no tuve tiempo de verlo. Apenas pude dispararle a la sombra –dijo Ramón–. También a mí me atacó allá atrás, cuando venía rodeando las pozas. Me derribó dos veces al lado de la quebrada.
–¿Te fijaste como hedía el maldito?
–Puros orines de cabro –dijo la voz de Ramón en la oscuridad–. A ver, Felipe, sacá la lámpara para verlo.
–Pero si la tenés vos en la chumpa –le respondió Felipe mecánicamente, intentando reírse al darse cuenta que ambos estaban nerviosos. Pero sus músculos faciales aún no respondían.
Ramón se agachó para tocar el cuerpo de la bestia. Con la palma de la mano siguió el contorno del lomo y sintió la gruesa y obscena pelambrera entre sus dedos. El animal apestaba a sudor. En los dedos sintió el líquido caliente y pegajoso que manaba a chorros por debajo del pecho, junto a la pata delantera.
–Buen tiro –comentó Ramón tanteando la herida al tacto–. Pero casi le jodemos la tripa. Así hubiera hedido a mierda la carne.
–Asegurate que no sea un animal viejo –le dijo Felipe a su hermano–. Alumbrale los dientes con la lámpara.
Un viento frío se levantó de pronto. Los dos hermanos lo sintieron en la base de la nuca. Por un momento tuvieron la impresión de que estaban siendo observados.
–¡Alumbrá este hijueputa, Ramón! –le empujó Felipe–. No me gusta nada esta espera. ¡Apurate y lo amarramos y lo sacanos de aquí rapidito! Ya tengo ganas de irme. No me gusta nada este lugar.
–A mí tampoco –dijo Ramón–. Feo por allí por las pozas. Todo oscuro. Apenas se oye el rumor de la quebrada.
–Lo mismo digo yo.
Felipe se agachó para tocar el animal muerto. Le movió la cornamenta hacia un lado para abrirle el hocico. Sentía el cuerpo helado en tanto tocaba el cuerpo caliente del animal, y unos violentos escalofríos le azotaban la espalda.
–A ver, dame la lámpara –le dijo Felipe a su hermano.
Ramón le pasó la lámpara de mano. Lo que Felipe vio al abrirle el hocico al animal, le hizo echarse atrás de golpe.
–¡Puta! –exclamó Felipe, buscando en la oscuridad el rostro de su hermano –. ¿Qué es esto, Dios mío? ¡¿Qué es esto?!..
Felipe le alumbró el hocico a la bestia mientras con los dedos le movía los labios hacia atrás. Los dos se quedaron petrificados.
Bajo la débil luz de la lámpara de mano los tres dientes relumbraron con un brillo metálico. De la forma que Felipe le abría el hocico al animal, la impresión era de que aquel macho cabrío reía. La luna salió momentáneamente de entre las nubes, pero se apresuró a ocultarse.
Felipe y Ramón se incorporaron al mismo tiempo. Se echaron hacia atrás, alejándose del animal muerto. Tenían erizados los pelos del cuerpo. Ramón tropezó con la piedra blanca clavada junto al sitio donde yacía el animal. Bruscamente le arrebató de las manos la lámpara a Felipe. Y alumbró la piedra.
MÓNICO ARTEAGA GARCÍA
1898 – 1957
Nuestro querido deudo
Falleció en La Virtud, Honduras
Que Dios lo tenga en Su Gloria
†
–Hoy si nos jodimos, hermano –exclamó Ramón– ¡Hoy si nos lleva la gran puta!...
La hojarasca de la arboleda junto al cementerio se arremolinó con el viento helado que subía del barranco. Los ruidos violentos volvían a escucharse provenientes de la oscuridad del monte. Tres pedradas más pasaron silbando sobre sus cabezas.
Los hombres se hundieron en la noche.
* * *
[ Cuento tomado de mi libro de cuentos inédito MAREAS, que será publicado por Editorial SOLARIS de California.]
▪︎ Publicado en el Suplemento cultural Tres Mil de Diario Co-Latino de El Salvador (05-10-2013).
Comentarios