California en el corazón
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Y es que cada quien vive su California a su manera. Unos en el corazón, amándola en su espléndida belleza y despojándola de falsos mitos de gloria; los más en el mundo, en las inanes fábulas de pedestres héroes desparramados por su geografía ocupados en su afán de mancillarla, o en los fugaces sueños de oropel que las miríadas de cajas de metal y arena con su brillo idiota embelesan a millones. Pero será mejor dejar eso a subjetividades económicas y pecuniarias, a percepciones de progreso y desarrollo que no son más que imágenes eufemísticas de forajidos y oportunistas que llegaron a estas tierras del Norte en busca de legitimar su cruel saqueo. Esta tierra solar al sur, cuya mente es el reino de las brumas al norte, ha fascinado la imaginación de muchos que, como yo en un principio, la buscaron en esos mitos inventados... para nunca encontrarla.
Se necesita de mucho tiempo para amar una patria, una mujer... una tierra. Hoy estoy frente al Pacífico cuya belleza y esplendor he visto infinidad de veces. La línea lapislázuli del horizonte donde se funden mar y cielo se extiende ininterrumpidamente en una comba imaginaria que se pierde al infinito. A mi derecha, las siluetas pedernales de las colinas del condado de Marín están a punto de ser engullidas por la lechosa y lenta niebla que reclama la Bahía de San Francisco por las tardes. Un viento imperioso eleva una parvada de gaviotas cuyos graznidos escandalosos me recuerdan un mercado exótico y lejano. Parejas de amantes caminan en silencio frente al mar entrelazados en una tácita promesa de amor eterno. Y vuelvo a recordar entonces que soy feliz a este lado del mundo, en California: la orilla última del continente americano.
Después de vivir en el violento trópico y llegar a esta bella ciudad rodeada de apacibles brumas con su bahía de aguas sosegadas, el choque de culturas es silenciosamente despiadado: rostros que en un principio parecen amables, calles limpias y ordenadas serpenteando entre la singular arquitectura victoriana de las casas que se aferran precariamente a esas siete colinas que sólo saben de fríos marinos y niebla; su estilo de vida que se mueve con arritmia y desenfreno. Eso fue lo que encontré entonces. Ha pasado tanto tiempo, tanta vida... demasiados desencuentros. La ciudad más humana de California, han dicho de ella en más de una ocasión. Y es que todo es posible en California. Todo.
Llegué a San Francisco siendo un incorregible adolescente de diecisiete años, retraído, arisco, un verdadero rebelde sin empleo. Eran entonces los años del rock duro, de Led Zeppelin y Black Sabath; del LSD y la mezcalina y la conformación del mito de Jimmy Hendrix; la era post-summer of love, que en realidad fue sólo un mito más entre tantos otros por venir. Eran los días de la concordia americana luego del fiasco de Richard Nixon y su pacotilla de matones; del engaño sobre Camboya y la vergüenza de Timor del Este... Pero San Francisco no es California, y si bien es cierto hay algunos que la imaginan como una vieja decrépita y astuta cuya senectud es una oda al vicio y al libertinaje, San Francisco es con todo una ciudad provinciana y un punto feliz de referencia en el gigantesco tapiz que es California y sus indígenas.
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Y es que ahí está también la ciudad de Nuestra Señora de Los Ángeles al sur; esa inmensa y azarosa urbe cuyas leprosidades urbanas se distienden como una gangrena a lo largo de la costa del puerto de San Pedro y tierra adentro hasta los bordes del desierto de Palm Springs al sureste. Por las tempranas noches, desde las alturas de las asfixiadas colinas de Hollywood y Mullholland Drive, tal cual un vómito de luces multicolores de enfermizo lustre, se extiende la ciudad de Los Ángeles entre el desfalleciente smog de la tarde como una serpiente enjoyada. Pero también esa es sólo una ilusión; al igual que su nombre: un estado de ánimo.
En agudo contraste con los estados del Este y distinta al Medio-oeste, California es con frecuencia percibida como una aberración de la unión americana. Despojada de las rigideces sociales de las primeras colonias y de las mojigaterías y los fingidos puritanismos del Medio-oeste, California aparece como un territorio indómito y cruel; una tierra impía y profana a ojos espirituales. País de enormes extensiones, de vastas autopistas y desmesuradas trabazones de automóviles, es a la vez la Costa Bárbara de los cuentos de anarquistas de Jack London, y de los excesos y vicios del mundo homosexual. Es también tierra de indios y vaqueros, de brutales rancheros y forajidos; de humildes campesinos y braceros y de crueles terratenientes de película; de labriegos japoneses-americanos encerrados en campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, y de las reyertas e incendios en South Central L.A. Fue la tierra de sanguinarios especuladores de oro y de violentos conquistadores españoles quienes despojaron a sus pobladores originales sometiéndoles a punta de Biblia y de hierro. Es posible que los del Este tengan la razón: California es un híbrido de razas y de sueños, un dudoso laboratorio humano donde se formulan las maldades y bondades del futuro de este país. El paraíso del “lasseiz faire” norteamericano... Pero esto es también una ilusión.
Vivo en California desde hace más de treinta años y confieso que aún no termino de encontrarla. Busco su esencia, y ésta casi siempre me elude en mi afán. ¿Dónde empezar a buscarla? ¿Existe realmente una California; la California de todos? Me consta que hay dos. Si partiéramos del Valle Central de San Joaquín, más allá de Modesto, las veríamos con perfecta claridad: al norte San Francisco, bella, alocada, medio bobalicona y provinciana como ya lo he consignado, y sin embargo sofisticada en sus gracias sociales. Al sur Los Ángeles, rica, cruel, medio vulgar, sucia y depravada; monstruosas vísceras del Estado cuyo esfínter adorado es Sunset Boulevard con sus starlets y putas, sus travestis y sus brillantes productores de cine, los campesinos vietnamitas y mexicanos con sus ventas de naranjas y flores; los laboriosos tenderos coreanos mezclados con los abandonados raperos negros y pobres de Watts y los tatuados cholos de la mara salvatrucha en East LA... Pero me doy cuenta de nuevo que su esencia me elude...
FOTO: Jordi Molina (USA). "Moss Beach". |
Greed is good
Con la llegada de los años ochenta California se transformó en un verdadero bacanal. El lema aquél de, greed is good, de Wall Street vino para quedarse entre nosotros. Los 80 fueron la arrebatada época de los yuppies y sus excesos; de automóviles de lujo europeos y la simulación social; de trajes Versace, Nino Cerrutti y Armani, cocaína, sexo y licor. El mediocre actor de cine Ronald Reagan, paladín conservador republicano quien había sido gobernador de California en los sesenta, fue elegido presidente de los Estados Unidos al principio de la década, y con él vinieron una serie de escándalos políticos, morales y financieros. Para subsumirlo en frases más filosóficas: con la ausencia de Dios, todo se vale.
Para entonces yo aún practicaba mi profesión original y trabajaba para una gigantesca firma internacional en el corazón del distrito financiero de San Francisco. A mi juicio, eran días felices siendo parte de «la máquina». Viajaba a menudo a Nueva York, Washington D.C. y Los Ángeles debido a mis ocupaciones, y como no tenía compromisos familiares de ninguna especie iba y venía a mi antojo. La época del disco hacía tiempo que había desaparecido, y ahora me movía entre una multitud de hembras y varones jóvenes y ambiciosos cuyo hedonismo rayaba en el vicio a ritmo de zamba brasilera.
Lo cierto es que la efímera burbuja de la felicidad y prosperidad estadounidense era sostenida entonces a fuerza de falacias y codicia; eran los días del escándalo Irán-Contra en Washington; del surgimiento de escuadrones de la muerte en América Latina; días aquellos cuando el viejo cínico Colin Powell repartía medallas de honor y efusivos abrazos a los militares de turno en Centroamérica, los mismos que más tarde se revelarían como criminales de lesa humanidad, y donde los contubernios financieros en Wall Street marcaban el precedente para los años de Enron por venir. Eran los primeros años del sida.
En mi entorno recuerdo días fugaces, precipitados, escandalosos. Salir de la oficina un viernes significaba una orgía de tres días. Primera parada: Lilly’s, un inmenso bar que se extendía por el laberíntico mezzanine de uno de los rascacielos del Embarcadero en downtown. Juro que no recuerdo en cuál de los cuatro rascacielos estaba el maldito antro. Recuerdo eso sí, llegar sobrio y con ímpetu: a mí me parecía que aquel sitio olía a hembra en celo. Una turba perenne de hombres y mujeres vestidos en elegantes trajes de moda se diseminaba por todos los rincones de aquel edificio de hormigón y acero. De trasfondo, el ahora extinto freeway del Embarcadero atascado con tráfico de fin de semana avanzaba como un largo ofidio de metal. Y la bahía de un excepcional color añil más al fondo era el único toque romántico del escenario.
No recuerdo la música de moda; no tengo registro alguno de ella de aquellos fines de semana sin fechas, ni nombres de cantantes, ni canciones. Ruido, eso sí, mucho ruido. Y risas. Risas estridentes, voces, acentos en inglés y rostros jóvenes de hombres y mujeres en el baño. La odisea de ir a mear era un verdadero viaje al infierno aquellas noches: nadie orinaba. Lo único que se oía era el ruido rasposo de alguna ávida nariz inhalando un par de líneas de fresca coca colombiana tras las puertas cerradas de las filas de inodoros. Jóvenes banqueros y ejecutivos de oficina mostrando orgullosos sus bullets, ingeniosos artefactos como frasquitos cuyas puntas en forma de penes enanitos se veían cargados del champán de las drogas, como entonces se le llamaba a la dama blanca. De ahí sólo recuerdo los luminosos lunes por la mañana antes de llegar al distrito financiero.
FOTO: Jordi Molina (USA). "Alcatraz". |
A principios de los ochenta comenzó a llegar también una ola masiva de inmigrantes latinoamericanos que huían de los represivos regímenes militares que subyugaban a los gobiernos de entonces por medio del asesinato y a punta de pistola. En términos políticos, los codiciosos ochenta eran años oscuros. Chile, El Salvador, Guatemala, Nicaragua vivían bajo espantosas dictaduras militares o asediados por los Estados Unidos. Eran los días más sombríos de la guerra fría, y no abundaré demasiado en este tema. Sólo diré que con la llegada de decenas de miles de latinoamericanos de todos los estratos sociales y regiones, California cambió una vez más su rostro y su modo: se hizo un poco más moreno y bullanguero, y hasta quizás un poco más beligerante. Había terminado la época del mito del peace & love.
Hacia finales de esta década Nuestra Señora de Los Ángeles se convertiría en la segunda ciudad más populosa de América Latina. Ya sé que esto sonará extraño. Pero es cierto. Después de Ciudad de México es en Los Ángeles donde más mexicanos viven en la actualidad. Lo mismo es cierto sobre la cantidad de centroamericanos que viven en El-Ley: se cuentan en millones. Mezclados con hindúes y vietnamitas, coreanos y budistas camboyanos, pakistaníes y sikhs, además de la homogeneizada versión estadounidense de cocina mexicana con sus tacos y burritos es fácil hoy día encontrar en California restaurantes de pupusas, chuchitos, mondongo y chancho frito entre las vastas extensiones de suburbia más allá del Valle de San Fernando y San Bernardino o en las ubicuas comarcas de Sacramento y el Valle de Napa y Mendocino al Norte; o encontrarse de repente en medio de una abigarrada celebración de patrioterismo silvestre en MacArthur Park o Wilshire Boulevard. Lo curioso de ello es que muchos de estos nuevos californianos eran en sus respectivos países campesinos sin tierra, desplazados de guerras civiles y perseguidos por escuadrones de la muerte, y son los mismos que hoy día hacen gala de un patriotismo nostálgico por las tierras que los escupió de su seno.
Por otro lado, existe otra clase de inmigrantes quienes desde un principio optaron por incorporarse al mito del “sueño americano”, entendido éste como la incorporación a la sociedad de consumo cuyo embrujo seductor ha cautivado a millones de idiotas útiles a través de la pomposa “globalización”, que no es sino una versión más insidiosa del capitalismo salvaje y depredador. La sociedad de los automóviles, la internet, el cibersexo y el celular; del fútbol americano, la comida chatarra, las noticias y música basura son ahora lugares comunes en las que otrora fueran sociedades regentadas por ignorantes criollos quienes hoy día viven en Miami en sus mansiones computarizadas... ¿California, el sueño americano? Hardly.
Malibu Canyon, California. |
Alguien me sugirió alguna vez que para entender la esencia de California sería bueno leer las novelas de Dashiel Hammett, James Cain y Raymond Chandler, algo que hice religiosamente por un tiempo. Lo que encontré sin embargo fue la California cliché de los estadounidenses blancos y la favorita de los publicistas de Madison Avenue: una visión “noir” de California. Es decir, el reino de suburbia y Chinatown; el de la arquitectura española hollywoodesca y de sombríos moteles de estuco con sus colores pastel y sus sórdidas historias de amas de casa asesinas; el mito de Ronald Reagan y su Rancho El Cielo en donde ahora el viejo cowboy de oropel agoniza su demencia bajo la mirada silenciosa de una india centroamericana. La California B-movie cuyo melancólico protagonista no es más que un mal actor con su carita fotogénica y mohína.
Recuerdo que un famoso escritor-personalidad (otra creación estadounidense, donde abunda y se exporta esta especie de alimaña) del Este definió venenosamente a California como el reino del hombre-masa estadounidense y a Los Ángeles como el mundo de la auto-expresión banal y chabacana. Es posible que el fulano haya tenido razón. Y como sostengo desde un principio: todo es posible en California; todo.
Pero una cosa es cierta: no es ésa la California que a mí me tocó vivir. Dejo esa California para los publicistas de películas y para millonarios libretistas cliché; para las núbiles muñequitas porno y los extras y actores de segunda que viven en las márgenes de la utopía californiana al igual que yo... Pero esas son otras historias.
Los años de la tercera vía
Dejé California por un tiempo hacia finales de los ochenta; estaba harto de su ubicua vacuidad y de su estilo impuro y procaz. Mi utopía resultó tan banal como la de los conquistadores españoles o la de los infames buscadores de oro del siglo XIX –la fábula del hombre anglosajón. Me largué a Europa por un tiempo queriendo huir de mí mismo. Pero también eso resultó ser inútil. Recuerdo horas enteras con amigos europeos hablando de California y sus falsos mitos y leyendas; repasando en mi mente lugares comunes e instancias que creía haber dejado atrás. Nostálgico por una California que sólo existió en mi mente y en mis borracheras. Y así, volví de nuevo a California, al imperio del hombre medio, la silicona y la computadora.
Encontré también una sociedad transformada: ahora la sociedad californiana era más vulgar de lo que la recuerdo. Grosera, inculta, racista y violenta (siempre lo ha sido en verdad). Más atestada con nuevos californios, California en los años noventa se caracterizó por la efímera burbuja Clinton y sus pecadillos sexuales; por la obsesión del público con O.J. Simpson, el futbolista negro convertido en comentarista deportivo quien asesinó a su mujer blanca y a su amante judío, convirtiéndose así en un moderno Bigger Thomas como el de la famosa novela de Richard Wright.
Hacia mediados de la década San Francisco se vio asaltada por una nueva invasión de inmigrantes, con la diferencia de que esta vez era una nueva especie mutante: trajeado completamente de negro, barbita de chivo y de rostro tan blando y blanco como una hogaza de pan sin sal, el nuevo homo dot com invadió California con furia desde San Diego hasta Happy Camp, una reserva india en la frontera con Oregon donde suelo ir a imaginar a esta tierra que amo como a una mujer.
Millonarios instantáneos surgían a diario en el Valle de la Silicona, y uno no podía sino aguantar sus insípidas historias, que eran narradas por las revistas populares de moda (las mismas que vendieron la “guerra humanitaria” contra Irak) con acuciosidad científica y salpicadas con detalles sin redeeming value. El distrito de la Misión, que es donde pasé mi rebelde adolescencia californiana y que en los últimos cincuenta años se ha caracterizado por ser el barrio latino, se vio de pronto invadida por los dot-coms. Donde antes había un bar de mala muerte frecuentado por ex futbolistas latinos, braceros mexicanos, ex guerrilleros centroamericanos o travestis jarochos, ahora es un abrevadero de lujo donde se consumen brebajes con nombres bobos como California fizz, tequila shockers o putadas por el estilo; comedores donde antes vendían pupusas salvadoreñas, nacatamales nicoyas o comida vietnamita o árabe a precios razonables, se convirtieron de pronto en restaurantes gourmet con valet parking visitados por Mick Jagger y David Bowie.
Aquí estaba la nueva California de fin de siglo y no había tiempo para lamentarse. Periódicos, televisión, internet, grandes carteles en las calles nos gritaban a diario que era el mundo del futuro y que estaba aquí para quedarse, y uno no podía sino experimentar aquello que se ha dado por llamar una rabia de lenta combustión: a quiet desperation.
Ahora han terminado esos años sin gloria; ha terminado el siglo, y como viejas noticias de periódicos para fanáticos jubilados, aquellos años han pasado sin dejar huellas ni mitos. Estamos ahora en el año 2003 de la cuenta del Señor. De nuevo estoy frente al Pacífico y el estruendo efervescente de las olas sobre la arena me llenan el alma de esperanza. A pesar del verano indio, dentro de unas horas el cielo se colmará de niebla y las estrellas y planetas seguirán sus rumbos ya trazados. Y caerá de nuevo la noche en California. Y recuerdo nuevamente que soy feliz a este lado del mundo: la orilla última del continente americano.
ARMANDO MOLINA
San Francisco, California
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Publicado originalmente en revista Ábaco, de Gijón, España (2003).
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