No pudimos hablar (Cuento)
ARTE: Yanira Elías (ESA). |
¿Cómo afrontarlo con mamá? ¿Cómo decírselo? ¿Lloraría? ¿O solamente envejecería diez años más? Una a una, preguntas como aquellas rebotaban en su mente como coléricas avispas. Ciertamente todo el asunto le parecía algo indigno por parte de él. Está claro que tendrían que hablar. Y pronto. Sí, sería lo mejor; eso, o echarse atrás y no volver más al camino del deber y el amor filial. Y mi vida con ello, se dijo con ansiedad.
Esta última idea ensombreció su rostro. Se levantó con violencia de su silla, y se dirigió hacia el ventanal de su oficina.
Se quedó mirando la ciudad que espejeaba afuera bajo el sol de las diez de la mañana de aquel bochornoso día de mayo en San Salvador. Desde la altura del quinto piso del elegante edificio del Paseo Escalón, las copas de los viejos eucaliptos y árboles de fuego sobresalían aquí y allá sobre la ciudad, curiosamente intactos bajo la lenta reverberación del calor que avanzaba hasta volverse insoportable al mediodía. La vista de los árboles meciéndose en la distancia le brindaron una breve tregua a su pensamiento. Por un instante pudo sentir con más deleite el frescor del aire acondicionado por su cuerpo; y se dejó llevar por la deliciosa sensación. Lo sintió alrededor de su cuello como los dedos de una seductora mujer; y luego bajar por su pecho, dejando a su paso un fugaz destello de levedad y frescura.
Pero la sensación fue breve; se vio interrumpida de repente por la voz de su madre en su mente, y por la visión de aquel amado rostro al que tendría que afrontar pronto. ¿Cuándo? Estaría por verse. Sabía que tendría que ser pronto, sin embargo.
Se dijo entonces que enfrascarse en la rutina de la oficina sería el mejor sucedáneo para aplacar su oscuro estado de ánimo.
Y eso fue lo que hizo.
Nada excepcional ocurrió en sus asuntos de negocios durante el transcurso del día; despachó varios contratos de las firmas constructoras que manejaba y que había heredado de su padre; y echó un vistazo perentorio a unos presupuestos que había pedido a su contador dos días antes, los cuales serían presentados en una propuesta al gobierno esa misma semana. Era eso: rutina. Pero por hoy sabía que estaba bien.
A diferencia de su padre, quien había sido un excelente y estimado ingeniero civil, él, Joaquín Cisneros Arriaza, su caro y único hijo, había escogido la carrera de economista. Pero resultó un arreglo feliz, y más tarde ambos hombres llegaron a complementarse a pesar de la disparidad de sus profesiones. Con el tiempo, y al ver la dedicación de su único vástago al trabajo, el padre había llegado a tener plena confianza en las decisiones del hijo, y poco a poco había cedido el poder paternal en los negocios, hasta depositarlo por completo en el joven profesional cuando los primeros presagios de la vejez inminente se hicieron presentes en el hombre mayor. Sus ancianos padres constituyeron entonces para Joaquín su vida entera. Se habían dedicado a ser felices, como a menudo solían decir y regocijarse en la intimidad de una vida feliz y placentera.
Ahora su padre estaba muerto desde hacía cinco años, y su madre vivía sola, con él como único soporte moral y físico. Ella cumpliría ochenta y siete el próximo agosto.
La verdad es que había sido un asunto ridículo la razón de su ruptura con la anciana. Y él sabía que ambos lo sabían. Pero le constaba firmemente que había sido un buen hijo a los ojos de ella; un hombre dedicado a su profesión, a su esposa y a sus hijos. Y a la tarea de estar siempre pendiente de la amada anciana, su progenitora, brillante mujer cuya salud mental se extinguía paulatinamente en las profundidades del recuerdo.
Cuando Joaquín volvió a mirar el reloj sobre su escritorio las finas manecillas doradas indicaban las cinco y cuarenta de la tarde. Casi de inmediato la genérica voz de su secretaria se oyó tras la puerta del despacho, informándole que se marchaba a casa. Él dijo cualquier cosa para confirmarle que se quedaría algún tiempo más. Inmediatamente después, siguió un curioso y agradable silencio. O al menos así le pareció.
Ya de nuevo solo en la confortable intimidad de su despacho, Joaquín volvió a ponderar la idea que le ocupaba desde tres días atrás. Se sentía fatigado mentalmente debido al trabajo rutinario durante el día, pero en su estado de ánimo se anidaba una especie de dulce congoja que le inundaba el corazón. Pensó que habría que invitar al doctor Sanabria, un antiguo discípulo y más tarde colega de su madre, para que fuese él quien diera la pauta moral al asunto. De esa forma, hacérselo saber y pedirle perdón a su madre sería una tarea más exacta. ¿Por qué darle tantas vueltas al asunto? Le constaba conocer bien el carácter difícil de la anciana: carácter férreo e inflexible, de muchos conocido. Después de todo, ella había destacado como viceministra de Salud durante cinco años, época en la cual se dio a conocer como una mujer de fina inteligencia y de una intachable integridad profesional como pediatra. “Debo hacerlo. Debo decírselo sin ambages; sé que esa sería su sugerencia si lo supiera. Es lo menos que puedo hacer. Si no, no me lo perdonaría jamás. Eso es, hacerlo. Cuanto antes”.
Estos pensamientos le embargaron de una ansiosa y dulce desesperanza, pero desesperanza al fin. Se llevó las manos a las sienes, y se quedó ahí, inmóvil, con los ojos cerrados, experimentando el raudal de sentimientos que se agolpaban en su pecho.
“¡Mamá, mamá, mamá!... ¿dónde te escondes? Mamita, mamita querida. ¿Dónde te escondes?...” Se vio tal cual era a los cinco años, correteando de un lado a otro por el inmenso traspatio de la casa de sus abuelos bajo una intensa luz dorada.
Mujeres por todos lados. Mujeres de rostros fuertes y garantes. Jóvenes mujeres unas, de manos oscuras y portentosas... –¡Kino!.. ¡Kino! ¡Kino, dónde te has metido!... ¡Ah niño loco este... –Mamá, mamá querida... ¿Por qué te escondes?... ¡Aquella es... sí, es ella! ¡Mamá... espérame!... El niño se acerca ansioso y abraza a una mujer vestida en un límpido y fresco traje celeste. Un rostro inmensamente triste lo confronta. La cara del niño se transforma en una mueca mohína, y baja la mirada.
Una empinada calle blanca, empedrada y rústica se extiende ante sus ojos ansiosos. Hacia el final de la calle, en la altura, alcanza a ver la rápida silueta de su madre que cruza el umbral de una puertecita lateral. Hacia allí se dirige el niño. ¡Mamá!, grita, y se aferra al pasador de hierro de la puerta. ¡Mamá, adónde vas... Dímelo! Abre la puerta que conduce a una habitación de paredes grises y altas. Ahí esta su abuelo Enrique tal como lo recuerda desde siempre, pero con un rostro compungido y una infinita tristeza en los ojos. ¡Abuelo, abuelo, dónde esta mamá! El apergaminado rostro del viejo parece arrugarse aún más con la pregunta. Murmura algo al niño y luego rompe a llorar. Ahora llora inconsolable y se lleva las callosas manos a la cara. ¡Papá Enrique, soy yo, Kino... dónde está mamá! ¡Abuelo! ¿La viste pasar? Yo sé que la has visto... –¡Kino! ¡Kino, hijo, dónde estás? – El niño escucha con claridad la voz de su madre tras una vieja puerta de madera al final de las grises paredes. Su rostro se transforma de inmediato. ¡Mamá, espérame! ¡Mamita, soy yo, Kino!... Feliz, el niño abre la puerta y cruza el marco: una larga escalinata de color blanco desciende hasta una estancia llena de luz. Sin pensarlo y en una actitud juguetona, el chico se desliza a lo largo del pasamanos de las escaleras hasta alcanzar la estancia donde brilla aquella portentosa luz; tararea una cancioncilla incierta aprendida de su madre. El rostro del niño se ilumina de emociones de inmediato: ha llegado a un amplio salón lleno de gente mayor. Todos sonríen. Y le sonríen a él... ¿De dónde proviene la voz de su madre? Él la busca desesperado. Todos los rostros sonríen. Parlotean las mujeres. Y su madre está allí entre ellas. Gritando su nombre. Pero no es su nombre el que escucha, es el gorjeo feliz de un pajarillo cuya presencia no mira. Pero lo oye gorjear con insistencia. Y luego la voz de mamá... ¡Mamá, mamita mía! ¡Espérame! ¡Mamá, te lo ruego!... Y siente al fondo de su pecho un inconsolable amor y una angustia solícita al no ver el rostro amado... Ahora sabe que llorará. Pero no quiere hacerlo. Lo siente desde el fondo de su alma, y sabe que lo hará. Y entonces cierra los ojos. Y siente el inmenso amor que se traduce en llanto. Y el gorjeo feliz del pajarillo invisible. Entonces su mirada se dirige hacia la luz, y todo queda en el silencio una vez más...
El teléfono había sonado con inusitada violencia. El agudo zumbido le hizo reaccionar de inmediato. De súbito se sintió desorientado al no reconocer la oficina; pero supo que no era un niño. Se pasó las manos por el rostro: Lloraba. El corazón le palpitaba agitado y una dulce congoja le embargaba su ser.
El gris aparato volvió a timbrar con insistencia; por un instante le pareció que tenía vida por dentro. Con cierta displicencia el hombre lo cogió.
–¿Bueno...? –su voz sonó ahuecada en el silencio de su despacho.
–Joaquín, eres tú; por fin puedo localizarte –era la voz suave y afelpada del doctor Sanabria la que oyó claramente; no la de su madre.
–¿Qué pasa, doctor? ¿Ocurre algo malo?
La voz cesó a través del auricular. Pensó en la banalidad de sus preguntas. Volvió a intentarlo con su habitual cortesía:
–Dígame, doctor, ¿en qué puedo servirle?
–Sí, Joaquín, te he buscado desde temprano.
Hasta ese momento no había puesto atención al reloj sobre su escritorio: eran pasada las nueve de la noche. Sólo las luces de la ciudad jaspeaban a través de los ventanales.
–Debí quedarme dormido en mi oficina, doctor. Es curioso, nunca me había ocurrido antes –declaró en un tono infantil a manera de disculpa; sabía sin embargo que era del todo innecesario.
Iba a agregar algo más, pero le interrumpió la voz afelpada del doctor Sanabria:
–Lo siento, Joaquín...
Él no dijo nada; guardó silencio. Aquella agradable voz continuó:
–Ocurrió hace un par de horas. Fue todo tan rápido, ni siquiera hubo tiempo de... –la suave voz se interrumpió.
–...Comprendo, doctor, estas cosas ocurren así a veces. No dejan tiempo de nada –. Su voz sonaba desencajada ahora.
–Lo lamento, Joaquín. Yo hubiese querido que estuvieras con ella...
–Lo sé, doctor; justamente pensaba en usted hoy día –intentaba mantener un tono de voz ecuánime y cortés al hablar. Pero paulatinamente aquel sentimiento de congoja se afianzaba entre su pecho como una barra de hierro y le oprimía los sentimientos. –Ya no pudimos hablar– la frase le pareció incongruente con sus sentimientos. ¿Por qué no podía decirlo de una vez? O echarse a llorar.
–Lo comprendo, Joaquín –dijo la voz afelpada a través del auricular. –Si de algo te sirve saberlo, todo ocurrió...
–...Ya no pudimos hablar –. El hombre repitió aquella frase que le oprimía el alma.
–Sí, lo entiendo, Joaquín –dijo la voz del doctor Sanabria en la abstracta distancia del teléfono.
Pero Joaquín Cisneros Arriaza ya no le escuchaba. No podía escucharle más. Tenía los ojos cerrados y los apretaba con fuerza. Ahora solo aquella implacable frase se extendía por su alma, mientras buscaba ansioso en sus recuerdos el rostro del ser amado y la voz que no volvería a escuchar.
* * *
*** Tomado de mi libro de cuentos inédito "Mareas".
Publicado en revista ContraCultura, de El Salvador (18-09-2012).
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