Un año perro [fragmento de novela]
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Una semana después del entierro de Lico, dejé San Salvador, pensando que para siempre, y volví a San Francisco.
Marissa me acompañó al aeropuerto, allí tomamos café mientras esperaba abordar mi vuelo. Me sorprendió comprobar que Marissa estaba realmente afectada por mi partida.
–Volverás pronto –dijo con los ojos húmedos. –Todos los hijos de Cuscatlán vuelven, si de verdad lo son.
–Lamento todo esto que ha pasado –fue lo único que se me ocurrió decir al verla tan vulnerable.
Ella bajó la mirada, parecía a punto de romper a llorar.
–Yo también, David –balbuceó apenas, escondiendo la cara con su fina mano enjoyada.
–¿Por qué lo habrá hecho? Se miraba tan feliz –dije yo.
–Me da rabia de solo pensarlo –declaró ella en una voz rencorosa. –¿Por qué viene y hace algo como eso? Es un cabrón. Pudo al menos advertírnoslo.
–Yo creo que lo hizo –dije.
–¿Qué querés decir, David?
–Eso: que nos lo estaba diciendo. Con su actitud, con su trabajo, su amor al arte y con su alegría contagiosa. Era su forma personal de decirnos que trabajaba en su mejor obra.
–Eso es demasiado romántico, querido.
–¿Y qué? ¿Es que acaso los hijos de Cuscatlán no pueden ser románticos?
–No –dijo Marissa categóricamente, con una furia contenida. –Lo más romántico que tenemos nosotros es el amor a la muerte y al sacrificio. Una ternura macabra y violenta.
–Vaya, vaya; no dejás de sorprenderme, Marissa.
–¿Por qué, David? –inquirió rápidamente, con un dejo de ironía. Y procedió a contestarse. –No, si ya sé que pensás que las mujeres salvadoreñas somos unas tontas.
–Jamás he dicho nada parecido –me defendí.
Pero ella continuó con su voz firme entre el ruido de aviones que arribaban y despegaban de Comalapa bajo aquel atardecer tropical con sus dramáticos celajes.
–Que de lo único que somos capaces es de parir hijos y amar al marido hasta la muerte.
–Marissa...
–Ustedes los hombres salvadoreños son unos mierdas, David. Machistas, groseros, incapaces de amar de verdad.
–En eso te equivocas, Marissa.
–¿Qué? ¿Vas a decirme ahora que me querés?
–Sabés bien que eso sería deshonesto.
–¿Te das cuenta? ¿Qué me querés decir con éso?
–Lo que es.
–¡Puros tecnicismos, por Dios! Ah, hombres pequeñitos, pequeñitos, como decía la Storni.
–¿Tan mezquinos creés que somos, Marissa?
–Sí, David. Y lamento haber sido yo quien te dé la mala noticia.
–Pero insisto en que sería deshonesto decir algo que uno no siente de verdad. ¿Podrías decirme vos que me amás, Marissa? ¿Podés?
Ella levantó la mirada ahora, desafiante. Su rostro se había descompuesto y las lágrimas asomaban ya a sus preciosos ojos pardos. Recordé su sedosa piel morena, sensual, su cuerpo de caderas apasionadas. Aquello constituía una pérdida para mí. Una más en mi galería de fracasos.
–Lo que sí sé es que tal vez debería de empezar a odiarte –dijo ella ya con desesperación.
–Pero odio no es más que amor con una pizca de amargura, dijo el poeta, Marissa.
–Y eso qué importa. Es odio al fin y al cabo. O las dos cosas a la vez. Total, para lo que sirve.
No dije nada. Preferí que fuera ella la que dijera adiós.
–Todavía tenés a tu marido –dije al cabo de un incómodo silencio.
–No te permito que hablés de mi marido, David. Él nada tiene que ver en esta estúpida historia. Ese hombre vive para mí.
–Entonces tal parece que ya no tenemos nada de qué hablar. ¿Volveré a verte, Marissa?
–Sería preferible que no.
–Como quieras.
–¿Como quieras? ¿Qué me querés decir con eso, David? ¿Como quiera quién? ¿Vos, o yo? ¿No me acabás de decir que a lo mejor te odio?
–Eso sería lamentable, de veras. E innecesario.
–Vaya, vaya. Mira quien se lamenta ahora. Bien sabés que me has hecho daño, David.
–Lo siento, Marissa. De verdad. Esa jamás fue mi intención. Lo único que quise fue...
–Guardá esas excusas para tu mujercita, David. Ella sabrá comprenderte.
–No es necesario ofenderse, Marissa.
–Bien, ya basta entonces. Dejémoslo ahí.
Algunos pasajeros se dirigían ya hacia la puerta de salida. Marissa sacó un pañuelito de su bolso y se secó los ojos y se limpió el rostro.
–Mirá que llorar por un puto hombre no es lo mío –dijo ya envalentonada por lo inevitable.
–Te entiendo –dije yo.
–Y este maldito año he llorado por dos. Dios mío, Dios mío. Qué año más perro.
Había pasado lo peor.
Por los altavoces llegó el anuncio para abordar.
ALL PASSENGERS FOR MEXICO, MIAMI, LOS ANGELES AND SAN FRANCISCO... PLEASE REPORT TO GATE NUMBER FIVE. THANK YOU.
Me levanté. Y Marissa me siguió. Estaba en completo dominio de sí misma ahora. Esta era la Marissa Capote que yo había conocido. Pero ¿la conocía realmente? Dijo:
–Y bueno, hombre pequeñito; ahora te vas.
No dije nada. Ella miraba a las gentes que andaban por ahí: familias campesinas despidiéndose, amantes ocasionales, turistas y viajantes de negocios, hombres solitarios y románticos. El mundo era el mismo de siempre. Indiferente. Atroz. Humano. Al que pertenecíamos.
–Adiós, Marissa Capote.
–Adiós, David LaSalle Contreras.
No volví a saber nada más de ella.
* * *
Publicado en revista ContraCultura de El Salvador (17-06-2013).
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