Modernidad

Vista parcial de San Salvador en el siglo XXI / Foto de archivo.

Seré franco: es un buen sitio para vivir.

Centroamérica hoy es como un magnífico lienzo en blanco, en el que tenemos la libertad de recrear e inventarlo todo y de explorarlo más allá de sus raíces apócrifas.

Eso afirmábamos entusiasmados en una plática con un amigo artista una de estas noches frescas de abril californianas.

Hablábamos de la buena suerte de estar justo en este momento en el corazón mismo de América, de las oportunidades que aquí se descubren abiertas a la creatividad y el éxito en todos los ámbitos de la actividad humana. Centroamérica como región vive puntos álgidos en muchos aspectos trascendentales para la salud de una nación: su constante desarrollo social y político —aun con todo y sus deformaciones; su libertad y capacidad de auto crítica; su arte y su cultura; su mestizaje y el desencuentro posmodernista de antiguas y nuevas culturas, reproductores ahora de una cultura híbrida y rica en manifestaciones.

Aquí cada cual vive su versión a su manera y en completa libertad, como debe ser en toda sociedad moderna de hoy. Lo mejor del asunto: todas son válidas y únicas. El futbolista y el abogado tienen la suya. Usted y yo la nuestra. La mujer que sale sola a bailar por la noche, el cura y el político también tienen la suya propia. Y así sucesivamente hasta crear aquello que percibimos colectivamente como “la sociedad contemporánea”, ese sinfín de circunstancias, emociones e historias que es la sustancia de la actividad humana. Al fin y al cabo, crear una cultura y dejar nuestra huella en el contexto de la realidad es la finalidad de toda civilización.

Centroamérica no es cuna de democracias incipientes ni territorio de iniquidades, y sin embargo es las dos cosas a la vez, ah paradoja. Obvio que como toda nación moderna tiene sus bellezas y sus monstruosidades, ¿pero quién no las tiene? Centroamérica es un territorio aún no explorado y un mundo todavía por hacerse. Puede ser vista como un conglomerado de pujantes sociedades que persiguen su versión de la felicidad, sociedades que participan activamente en la toma de decisiones en el tinglado de naciones, y poseedores de una larga experiencia en cuanto a luchas sociales y políticas. Es también un conjunto de naciones económicamente pobres –no lo olvidamos–, pero eso solo si nos comparamos con los países ricos industrializados y eso no nos conviene. Con todo, Centroamérica es tierra de oportunidades para el que sabe respetar y aprovechar sus frutos.

Una cosa es cierta: nuestras pequeñas naciones ya no son las viejas repúblicas bananeras de antaño con sus caudillos sacados del puro realismo mágico (aunque todavía andan por ahí algunos crudos aprendices). Atrás han quedado los viejos estereotipos de ser estas tierras dominadas por dictadores y hombres fuertes que rigen sus destinos a su antojo. En este nuevo siglo, este territorio se ha convertido en un lugar de modernas sociedades cuyos ciudadanos son los protagonistas de su propia historia.

No obstante esas virtudes, existe el peligro patente de que esos mismos ciudadanos puedan convertirla en un pantano de lamentaciones o de trivialidad desenfrenada, si nos guiamos por las apreciaciones pesimistas de los cretinos de turno en la política, la televisión y la prensa. La cultura de la mediocridad, del lamento y la acusación, de la violencia y el insulto verbal público; la cacofonía virulenta del espectáculo de venalidad política o la chabacanería del consumismo desbordado, he ahí lo que acecha con trivializar la cultura. Pasemos del lamento a la acción, del asistencialismo a la autosuficiencia, del provincianismo a la modernidad. ¿Acaso no es eso lo que anhelamos colectivamente?

Así también lo afirma el novelista peruano Mario Vargas Llosa en su más reciente obra de ensayística ‘La civilización del espectáculo’ publicada recientemente en Madrid. Comparto con el autor la noción de que nunca nuestra cultura había alcanzado un punto tan alto de complejidad y sofisticación; nuestra actual civilización es poseedora de alta tecnología, de gigantescos avances en la comunicación y el fácil acceso a la información; pero todo ello siempre bajo la constante amenaza de caer en la banalidad y el espectáculo. Es decir, la corrupción aceptada con cinismo, el arte y la cultura como ejercicios de vulgaridad y distracción insípida; la cultura como pura diversión sin ‘redeeming value’, como dirían los sociólogos.

“Sería una tragedia que la cultura acabe en puro entretenimiento”, nos advierte con pesimismo el Nobel de literatura en reciente entrevista. Ciertamente nuestra cultura está en un momento clave para que eso no suceda. Es el precio a pagar por la modernidad que queremos.


ARMANDO MOLINA
San Francisco, California

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Publicado en revista LATINOVISIÓN de California (02-04-2012).

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