Apuntes de un heredero desconocido
El escritor centroamericano Juan Felipe Toruño / Foto de archivo. |
Creer en la virtud de los hombres es creer en la relación ideal entre el espíritu y la naturaleza. Nada más alejado de lo que observamos en la realidad que lo anterior. Sin embargo, siempre ha existido una particular raza de hombres que creen en esa utópica relación y uno se los encuentra en los más insólitos entornos como también en el más ordinario: en el aula de clase de una escuela rural, en el consultorio médico de un hospital de ciudad, entre el tedio burocrático de un ministerio o al frente de la vertiginosa redacción de un periódico. Con todo sin embargo las cualidades que los hace únicos son verdaderos milagros cotidianos, y de ellas data la altura moral que los caracteriza: la profundidad de su espíritu, su confianza en los signos de la vida y su natural disposición a la grandeza.
Pero acaso hablar de virtud desde el principio resulte en un lapso metafísico que a pocos interese; al fin y al cabo virtud y moral aparecen hoy día como palabras exóticas pertenecientes a una época lejana... Lo cual me lleva a insistir en la rareza de encontrar esta clase de hombres cuyas cualidades corroboran su existencia y su justificación de ser.
Me doy cuenta sin embargo que me adelanto a mí mismo ―característica personal más bien molesta que me hace caer más tarde en regresiones innecesarias sobre lo que quiero abordar como tema. Y quizá lo mejor sea que empiece por hacer unas cuantas confesiones sobre el hombre que me ha inspirado a escribir estos apuntes: la persona de Juan Felipe Toruño, culto hombre de letras, poeta y maestro y un escritor que vivió enfrascado en una lucha encarnizada contra lo que esa escritora estadounidense Gertrude Stein ha llamado «la contemporaneidad que encara el verdadero artista».
De antemano quiero establecer que estos apuntes no son un análisis crítico de la obra de Juan Felipe Toruño como tampoco un estudio exhaustivo de su vida y su trayectoria literaria. Se trata más bien del cándido testimonio de un heredero lejano y desconocido, cuyo asombro ante las aspiraciones ya vividas por otro lo han llevado a escribir estas exiguas notas que se mueren por ser una apología a la formidable figura de un hombre cuya obra le era hasta hace poco desconocida.
Empezaré entonces por hablar de la magnífica sorpresa que para mí ha sido el descubrimiento de la vida y obra de Juan Felipe Toruño. Digo con certeza sorpresa y descubrimiento, ya que su obra ha venido a corroborar algo que personalmente he venido sospechando desde hace ya algún tiempo y que ahora se convierte en una verdad evidente a través de conocer su biografía: la suya fue una vida dedicada al diálogo cultural sobre nosotros mismos, entre nosotros mismos.
COMO es de muchos sabido Juan Felipe Toruño nació el 11 de mayo de 1898, en León, Nicaragua. Muy pronto, a escasos once años lo encontramos de profesor de la escuela de Posoltega, en su tierra natal. A los trece se enlista en el ejército que defiende al presidente electo nicaragüense José Madriz, y durante ese breve periplo conoce el combate y la crueldad de la guerra. Más tarde huye atravesando la cordillera de los Maribios, esa serie de musculosos cerros de tupida vegetación tropical que corre desde el impresionante volcán Momotombo que se eleva al lado del lago de Managua y se sumerge en el Golfo de Fonseca, para surgir en El Salvador ya con otro nombre y con el mismo ímpetu, todo lo cual resultará en una curiosa coincidencia en la vida del maestro como pronto podrá verse.
Los notables escritores centroamericanos Francisco Gavidia y Juan Felipe Toruño / Foto de archivo. |
En lo que consta en los datos biográficos que de él he podido reunir, en su condición de escritor Toruño fue un hombre autodidacto. Este hombre que más tarde se convertiría en un paradigma del hombre de letras centroamericano no nació entre pañales de seda ni fue instruido por tutores privados; no se educó en Europa ni en universidades lejanas sino que lo forjó la vida; y, en palabras de uno de sus mentores espirituales: su férrea voluntad de poder. Fue un hombre que se formó con la ayuda de otros a los que él admiraba y respetaba, y tomó al pie de la letra las lecturas de sus héroes de juventud: los Románticos del siglo XIX. Los maestros de sus años formativos fueron los clásicos: Aristóteles, Longos el sofista del siglo II, Baudelaire, Nietzsche y Rousseau, por mencionar sólo algunos.
Hombre sagaz y de diáfana inteligencia, Toruño se convirtió desde muy joven en editor de periódicos y revistas. Fue columnista de publicaciones de prestigio de su época y más tarde se convirtió en miembro correspondiente de la Real Academia Española y catedrático de literatura en diferentes instituciones de El Salvador. Para 1925, Juan Felipe Toruño era un poeta hecho y derecho y uno de los hombres centroamericanos más cultos y formales de su tiempo. Como puede verse entonces, la suya era una filosofía muy personal basada en el trabajo intelectual arduo y en el culto al arte y a la tierra donde se vive y se sufre.
Pero esto es apenas el comienzo. Ya instalado en San Salvador donde aparece por una de esas deliberadas casualidades del destino (el barco que lo trasladaba a Cuba a asumir su plaza de editor en una publicación de la isla naufragó en la costa de Cutuco), Juan Felipe Toruño se dedicó a lo que más amaba y sabía hacer a cabalidad: escribir y forjar poetas.
Se incorporó como redactor del Diario Latino en 1925 , puesto que abandonó hasta sólo tres semanas antes de su muerte en 1980. Y en 1930 fundó el histórico suplemento literario «Sábados de Diario Latino», en cuyas célebres páginas a lo largo de cincuenta años pasaron los que más tarde serían los protagonistas de otras notables páginas de la literatura salvadoreña. Ahí y entonces, insisto, se afianzó el diálogo de Toruño sobre nosotros mismos hecho por nosotros mismos, valga la forzada reiteración.
Juan Felipe Toruño personifica al hombre de letras centroamericano: el artista aplicado a su oficio y el maestro cuya ulterior búsqueda fue la de sí mismo a través de otros afines a él. Durante su larga y fecunda vida literaria Toruño escribió poesía, novelas, cuentos, ensayos críticos, crónicas y editoriales. 37 libros para ser más exactos. Se granjeó la amistad de grandes personalidades literarias de su época, y se convirtió en un hombre de amplia cultura admirado por muchos desde México hasta la Patagonia.
En su libro Huésped de la noche y otros poemas, publicado en San Salvador en 1947 por la Imprenta Funes (una verdadera joya editorial, por cierto), hay una sección final muy curiosa propia de los libros de la época, que viene a corroborar mi afirmación. Se trata de una sección de comentarios sobre el autor hechas por figuras relevantes de su momento. Esta sección no sólo nos permite formarnos una imagen del protocolo literario de la época, sino que asimismo nos ofrece una idea más amplia sobre la importancia de Toruño y su proyección como hombre de letras. Citaré sólo dos ejemplos, en mi afán de ser breve:
«El poema Horario Sentimental podría ser firmado por cualquiera de nuestros grandes poetas. Yo, no recusaría de firmarlo... Toruño, a veces, parecerá un poeta inglés, por la sobriedad en el detalle y la seguridad en el trazo. Tiene un ojo que no lo equivoca...» Este firmado por el exquisito peruano José Santos Chocano y publicado en el Diario El Día, de San Salvador, en 1924.
O este otro: «Juan Felipe Toruño logra... volver a trasfundir en las palabras la esencia apacible de la poesía. La palabra cambia esencialmente su destino. Ya no es un vehículo, un instrumento, una materia intermediaria para expresar estados del alma, emociones, sentimientos. Es la emoción misma, el estado de alma, el sentimiento mismo... Es la poesía desnuda...» Este es firmado por Miguel Ángel Espino y publicado en el periódico El Excélsior de México.
Con ello diré entonces que Juan Felipe Toruño fue un hombre instalado muy a gusto en su época: un escritor propio de su tiempo que supo indagar los trasuntos literarios y artísticos en su momento justo. Y lo hizo con integridad y con el rigor intelectual necesario, a través del autoconocimiento y de su infatigable curiosidad por lo que es humano y sus manifestaciones. Así, hasta los protagonistas de sus novelas son una fiel reflexión personal en la que los conceptos filosóficos se entrelazan con la pasión poética, actitud artística dirigida a la resolución del eterno enigma en la vida del hombre: la revelación de lo que significa ser humano en la aventura metafísica de la existencia. A esto dedicaría Toruño gran parte de su preocupación artística y estética.
En sus líricos poemas intitulados Tríptico por la vida, tres sonetos de corte romántico, Toruño, como un clásico héroe trágico, esos seres de elevado valor moral como dice exactamente Aristóteles, exalta el descubrimiento de la pasión por la vida y nos dice en el último soneto:
En vano el tenebroso viento quiso
desgarrar el velamen. Ni la muerte
pudo con esta fuerza que es más fuerte
que la ilusoria muerte. Ni el hechizo
del tiempo a nuestro unido amor deshizo.
Somos, siempre seremos: ya en la inerte
modulación de un eco que se hizo
o en la mentira sombra de la muerte.
¡Alma mía, hemos llegado! Somos
en la sola Unidad porqués y cómos.
Somos la misma Vida y nuestra vida
es esencia de Amor y de Verdad.
¿No sientes alentar con tu encendida
sutil llama la de la Eternidad?
Epílogo
Ahora, a casi dos décadas de su muerte y a cien años de su nacimiento, considero que se trata de renovar la vida y obra de Juan Felipe Toruño y no de sacarlo del olvido como pudiera creerse. Diría con más justeza que se trata de exaltar su genio y figura, para que juntas en una sola persona sirvan de paradigma de esa filosofía del arte basada en el arraigo a la tierra a través del trabajo arduo y esmerado. Nuestras jóvenes naciones centroamericanas todavía padecen de una suerte de apatía hacia las cosas del alma y del espíritu, y en detrimento nuestro en esa indolencia yacía la memoria de Toruño. La suya fue también una lucha contra eso y contra el filisteísmo que tanto daño causa a nuestra sociedad.
La lucha todavía continúa, y es cuestión de asumir el reto con lo mejor de nuestro talento y coraje moral. Pienso que él así lo hubiese querido: el rigor intelectual y el criterio cultivado. Nada menos que esa justa medida para la memoria de un hombre cuya obra apuntó siempre hacia la exaltación de ese acervo artístico y literario centroamericano que es ahora patrimonio de todos nosotros, sus herederos desconocidos.
ARMANDO MOLINA
San Francisco, California, julio de 2003.
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