El Escritor: Personaje de su propia vida ▪︎ Jorge Kattán Zablah
El escritor, narrador, académico y diplomático Jorge Kattán Zablah en su estudio en Carmel California / Foto cortesía del autor. |
El Escritor: Personaje de su propia vida ▪︎
Por JORGE KATTÁN ZABLAH
Como casi todos los pueblos de Latinoamérica, el mío, Quezaltepeque, en El Salvador, venía ya claramente delineado en la mente de los conquistadores y, en tal delineamiento, el motor que propulsaría la vida colonial estaría localizado en el centro geográfico de los asentamientos y donde no podía faltar una plaza encuadrada por una iglesia, un cabildo y varios soportales. Pues bien, en uno de esos soportales de mi pueblo estableció su tiendita mi padre, varios años después de haber llegado del Medio Oriente, y a tres trancos de su negocio se encontraba una farmacia cuyo nombre era "Botica y Droguería Central", propiedad de don Leonardo Flores, hombre muy bondadoso y casi tan mentiroso y chismoso como mi padre. Lo cierto es que en los lánguidos e inacabables atardeceres de Quezaltepeque una infinidad de parroquianos, ignorantes sabios, se daban cita en la botica para escuchar las increíbles historias sobre "Balestina" que relataba mi padre en su español ortopédico, y las mentirijillas sobre curas desvergonzados, monjas pícaras y caritativas rameras que contaba don Leonardo, y para intercalar ellos mismos sus propias anécdotas que a veces resultaban más escandalosas, sorprendentes, ingeniosas y divertidas que las de mi padre y de don Leonardo. Allí, pues, se desollejaba a todo el mundo y nadie se salvaba de la burla de aquellos felices lenguaraces.
Yo, un rapazuelo de unos diez años, solía meter las narices entre aquellos contertulios, pero cuando los cuenteretes subían de tono y empezaban a llegar al rojo vivo, mi padre inmediatamente me indicaba con un inequívoco y enérgico ademán que me retirara del lugar.
A muy temprana edad me planteé una pregunta que con el correr de los años sería crucial en mi vida, pues yo veía aquellas jugosas pláticas como un caudaloso río cuyas aguas se malograban porque iban a dar al mar sin que nadie las aprovechara: ¿Qué se podría hacer —me interrogué— para que esos carnavales de palabras no se perdieran y quedaran de alguna manera esculpidos en la roca de la historia? En realidad, y sin proponérmelo, logré guardar en mi memoria buena parte de todo lo que escuché y presencié en la botica. Y no me sorprende, porque un día, un profesor, para alabar mi mente fotográfica, me dijo que yo poseía la memoria de un elefante.
Como casi todos los pueblos de Latinoamérica, el mío, Quezaltepeque, en El Salvador, venía ya claramente delineado en la mente de los conquistadores y, en tal delineamiento, el motor que propulsaría la vida colonial estaría localizado en el centro geográfico de los asentamientos y donde no podía faltar una plaza encuadrada por una iglesia, un cabildo y varios soportales. Pues bien, en uno de esos soportales de mi pueblo estableció su tiendita mi padre, varios años después de haber llegado del Medio Oriente, y a tres trancos de su negocio se encontraba una farmacia cuyo nombre era "Botica y Droguería Central", propiedad de don Leonardo Flores, hombre muy bondadoso y casi tan mentiroso y chismoso como mi padre. Lo cierto es que en los lánguidos e inacabables atardeceres de Quezaltepeque una infinidad de parroquianos, ignorantes sabios, se daban cita en la botica para escuchar las increíbles historias sobre "Balestina" que relataba mi padre en su español ortopédico, y las mentirijillas sobre curas desvergonzados, monjas pícaras y caritativas rameras que contaba don Leonardo, y para intercalar ellos mismos sus propias anécdotas que a veces resultaban más escandalosas, sorprendentes, ingeniosas y divertidas que las de mi padre y de don Leonardo. Allí, pues, se desollejaba a todo el mundo y nadie se salvaba de la burla de aquellos felices lenguaraces.
Yo, un rapazuelo de unos diez años, solía meter las narices entre aquellos contertulios, pero cuando los cuenteretes subían de tono y empezaban a llegar al rojo vivo, mi padre inmediatamente me indicaba con un inequívoco y enérgico ademán que me retirara del lugar.
A muy temprana edad me planteé una pregunta que con el correr de los años sería crucial en mi vida, pues yo veía aquellas jugosas pláticas como un caudaloso río cuyas aguas se malograban porque iban a dar al mar sin que nadie las aprovechara: ¿Qué se podría hacer —me interrogué— para que esos carnavales de palabras no se perdieran y quedaran de alguna manera esculpidos en la roca de la historia? En realidad, y sin proponérmelo, logré guardar en mi memoria buena parte de todo lo que escuché y presencié en la botica. Y no me sorprende, porque un día, un profesor, para alabar mi mente fotográfica, me dijo que yo poseía la memoria de un elefante.
Ese fue mi punto de partida. Mas, por otra parte, cuando de veras germinó en mí la idea de plasmar el contenido de aquellas interminables tertulias en material literario, ya el costumbrismo estaba de capa caída y, claro, lo que se fermentaba y destilaba en aquellas reuniones lugareñas le venía como anillo al dedo a esa corriente literaria. Después de mucho devaneos, di en el clavo: emplearía —me dije— los moldes costumbristas para hablar de temas modernos; en otras palabras, escancearía vino nuevo en odres viejos. Empecé a poner en práctica este procedimiento sólo después de haber sido expulsado dos veces de la escuela secundaria de mi pueblo, por pícaro, irreverente y díscolo, de haber residido seis años en Santiago de Chile, donde me recibí de abogado y donde de veras me entró la fiebre de la lectura de las obras clásicas y de las de moda en la época, de haber estudiado diplomacia en Madrid y de haber dedicado en Estados Unidos varios años a la obtención de una Maestría y de un Doctorado en literatura española y latinoamericana.
El joven escritor Jorge Kattán Zablah durante sus años en Madrid. |
Quiero hacer un breve paréntesis para consignar aquí lo afortunado que fui de ser discípulo de José Luis L. Aranguren y de Arturo Serrano Plaja, dos egregias figuras, hoy desaparecidas, que, por osmosis, agudizaron en mí el deseo de escribir que siempre había tenido.
Esto es lo que puedo decir acerca de la fuente de mi inspiración y a un nivel consciente.
Hoy, retrospectivamente, he venido a caer en la cuenta de que en un nivel inconsciente, mi narrativa es un grito de protesta en contra de los extravíos e innecesarias complicaciones de la literatura del boom latinoamericano, y un alarido de protesta, todavía más fuerte, en contra de la injustificable situación de inferioridad en que ha sido colocada la mujer por mandato de la sociedad, una sociedad cerrada cuyas reglas han sido inveteradamente elaboradas por hombres y para beneficio de ellos mismos. Hasta el lector menos atento notará que en mis cuentos, salvo en rarísimas ocasiones, la mujer está ausente o la he reducido —sin habérmelo propuesto— a jugar papeles insignificantes, hecho que obviamente obedece a la realidad misma.
Esto es lo que puedo decir acerca de la fuente de mi inspiración y a un nivel consciente.
Hoy, retrospectivamente, he venido a caer en la cuenta de que en un nivel inconsciente, mi narrativa es un grito de protesta en contra de los extravíos e innecesarias complicaciones de la literatura del boom latinoamericano, y un alarido de protesta, todavía más fuerte, en contra de la injustificable situación de inferioridad en que ha sido colocada la mujer por mandato de la sociedad, una sociedad cerrada cuyas reglas han sido inveteradamente elaboradas por hombres y para beneficio de ellos mismos. Hasta el lector menos atento notará que en mis cuentos, salvo en rarísimas ocasiones, la mujer está ausente o la he reducido —sin habérmelo propuesto— a jugar papeles insignificantes, hecho que obviamente obedece a la realidad misma.
Pero hay más. Así como los maridos engañados son los últimos en darse cuenta de la infidelidad de sus mujeres, los autores son por regla general los últimos en enterarse a ciencia cierta del significado y ramificaciones de lo que han escrito. Tal vez este símil no sea muy afortunado, pero lo cierto es que el autor carece de la perspectiva necesaria para analizar su creación literaria y para determinar hasta qué punto su propia vida está inmersa en su obra y es, a veces, su personaje principal. Son casi siempre los críticos quienes, para sorpresa del autor, vienen a revelarle tal cosa. Y mi caso personal no es una excepción a esa regla.
Portada del libro de cuentos de Kattán Zablah, publicado por editorial Clásicos Roxsil de El Salvador. |
Por ejemplo, yo sabía que en mis cuentos había alusiones a animales, a quienes en la vida real les tengo casi más cariño que a los seres humanos, pero fue el poeta y crítico nicaragüense Horacio Peña, quien en un ensayo sobre el bestiario en mi narrativa, me abrió los ojos y me hizo ver que los animales, de toda laya, pululaban y saltaban por los intersticios de mis relatos. Y fue el mismo Horacio Peña quien descubrió en otro ensayo que el tiempo, una de las grandes obsesiones de mi vida, figuraba de una manera constante y afloraba aun en los lugares más insospechados de mi cuentos. Yo estaba muy consciente, además, de que el humor, una de mis características personales —pues he sabido encontrarle el lado cómico a todos los actos humanos y divinos—, estaba presente en mi narrativa. Lo que desconocía era hasta qué punto esa vena humorística, muy propia de mi comportamiento cotidiano, había contagiado a toda mi obra. Eso sólo lo vine a saber después de leer los trabajos sobre mi cuentística de Luis Leal, Rima de Vallbona, Hugo Lindo, Ricardo Lindo y Clark Zlotchew. Sabía igualmente que en mis obras había una protesta, a grito despepitado, en contra de la injusticia social, pero fueron Julio Ricci y Rima de Vallbona quienes me revelaron en sus análisis la medida en que esas ideas estaban presentes en mis relatos. Y claro que siempre he añorado mi terruño, el cual abandoné a los dieciocho años para sólo volver como turista; pero, de nuevo, fue la crítica la que me dio la medida y magnitud de esa nostalgia. Y esa medida y magnitud me las indicó María Rosa Campeny Queralt. Igualmente, siempre ha habido en mí una constante preocupación por el lenguaje y sus trucos, cosa que nunca he ignorado; pero, ¿ hasta qué punto esa otra preocupación de mi vida se trasmitió a mis cuentos? Eso sólo lo descubrí a través de la lectura de un ensayo que Isolde J. Jordan escribió sobre mis relatos. Tampoco ignoraba el asunto de la irreligiosidad, muy típico de mi conducta diaria y que sabía yo que abundaba en mis relatos, pero desconocía el hecho de que, en realidad, superabundaba. Y eso sólo lo vine a descubrir al leer un ensayo que sobre mi cuentística escribió Robert Parsons. Finalmente, fue Rafael Lara Martínez, quien me hizo ver que mi narrativa ofrecía una refexión sobre el acto de contar cuentos y sobre la necesidad de incorporar al lector como personaje principal de todo relato.
Y para redondear todas estas ideas, un tanto disparatadas, no me avergüenza reconocer que a través de mis cuentos, en los cuales está diluida mi vida, pretendo, por una parte, recuperar una infancia perdida y, por otra, lograr, no la inmortalidad, porque tal cosa no existe, pero sí, de alguna manera, eternizarme.
Carmel, California. 2002
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