Generaciones heridas: los años del caos en Centroamérica ▪︎ Martivón Galindo
FOTO: Internet / The Guardian (UK) |
Los años del caos en Centroamérica
Por MARTIVÓN GALINDO
Los tatuajes tienen un lugar destacado en la historia de la humanidad. Marcarse el cuerpo ha sido un símbolo de pertenencia a un grupo, de orgullo por saberse parte de una tribu, por ser guerrero quien muchas veces llevaba sus cicatrices como recuento de sus hazañas en las batallas.
Hoy en día en los países del primer mundo, el tatuaje ha cobrado popularidad como elemento decorativo permanente sobre el cuerpo, ya sea con una pequeña rosa en el pecho o en la zona del pubis, o de una bella mariposa en uno de los glúteos. En las grandes ciudades modernas han florecido los salones de tatuaje en los últimos veinte años, y éstos empezaron a cubrir más piel, pero siempre con un propósito artístico.
En las cárceles también ha existido esta tradición en los prisioneros que se marcan los brazos con un momento de su historia, o con los cuerpos de mujeres, nombres o corazones traspasados.
Las pandillas en Estados Unidos tienen también una historia con sus propios rituales de admisión y reglas de pertenencia. Durante los años setenta, cuando el movimiento Latino-Chicano tomó fuerza en Estados Unidos, los muchachos pertenecientes a pandillas buscaron decorar sus cuerpos con elementos que los identificaran con sus raíces étnicas. Los jóvenes centroamericanos, que llegaron a los Estados Unidos en los años ochenta siendo niños y que crecieron en los barrios de Los Ángeles, San Francisco o Washington, comenzaron su inclusión en pandillas con rituales de tatuajes con las siglas de su grupo. Estaban fuera de la sociedad, rechazados por ella, despreciados y solos: Su familia se volvió la pandilla, la mara, la clica.
La segunda mitad del siglo XX trajo terror, lágrimas y angustia a Centroamérica, lacerando profundamente a toda una generación. La lucha del pueblo por buscar soluciones a los intolerables problemas sociales tenía un tono de esperanza hacia el porvenir, que despertó una respuesta de niveles insospechados de violencia y represión por parte de los gobiernos autoritarios de turno apoyados por los Estados Unidos. Un tatuaje emocional colectivo y doloroso fue impuesto a toda una generación centroamericana sin ningún fin estético. La persecución, la guerra, la constante intervención de los Estados Unidos, fue derivando en una atmósfera de caos social y espiritual que pronto se fue generalizando e inundando a la región. De los años sesenta a los noventa Centroamérica fue consumida por las llamas de la destrucción, la brutalidad y la separación.
Las consecuencias de más de treinta años de constante inestabilidad y violencia y de imposición arbitraria de soluciones ficticias comenzaron a surgir al final del milenio. El pueblo perdió fe en el futuro, un profundo sentimiento de frustración maduró hasta enconarse, ante la imposibilidad de cambiar un sistema de permanente atropello; mientras, una gran desilusión impregnaba el espíritu colectivo que antes había estado lleno de esperanza. El desaliento y la pérdida de respeto se extendió hacia muchos de los líderes revolucionarios que, después de los acuerdos forzados, se volvieron traidores a su causa, a los pobres por los que habían combatido y a las ideas por las que ardientemente antes habían luchado.
FOTO: Tariq Zaidi (UK) |
El plan de Estados Unidos hacia Centroamérica se impuso avasallante sobre el coraje de mucha gente que perdieron familiares o sus propias vidas en una desesperada acción por crear una patria mejor. Ronald Reagan –-quien murió recientemente y quien continúa recibiendo honores en los Estados Unidos como uno de los más influyentes presidentes de este país en el siglo XX-- fue una fuerza de la oscuridad que arrasó y golpeó sin tregua ni compasión a la región centroamericana en los años ochenta. Reagan negoció secretamente con Irán para comprar armas para los Contras nicaragüenses, quienes eran, en su mayoría, un grupo insurgente artificial creado por los Estados Unidos para derrocar al gobierno Sandinista. Reagan fue el presidente que envió tal cantidad dinero al ejército salvadoreño, que creó una nueva clase privilegiada entre los militares. Bajo su liderato, los peores y más sanguinarios batallones fueron entrenados en la Escuela de las Américas causando masacres en El Salvador y Guatemala. Siguiendo sus órdenes, Honduras se convirtió en una base militar norteamericana utilizada para atacar y controlar desde allí a los demás países hermanos de Centroamérica. Las acciones de Ronald Reagan contribuyeron enormemente a nuestro mapa de dolor trazado con desdén y omnipotencia. La historia de esta generación está viva, tatuada con las memorias de las violaciones, las torturas, de la cárcel, las golpizas, las humillaciones, el exilio y con una desazón angustiosa por la pérdida de lo más sagrado: la inocencia y la fe en la humanidad.
Hoy día, la gente de Centroamérica ventila su rabia y frustración en formas extremas ante una realidad social y económica insoportable. Los indígenas de Guatemala toman la justicia en sus manos y ejecutan públicamente a ladrones y depredadores sexuales en el medio de las calles. Hoy día, miles de centroamericanos arriesgan sus vidas cruzando la frontera de México-Estados Unidos ansiosos por llegar a la legendaria tierra de las oportunidades, a buscar el trabajo que no pueden encontrar en sus propios países, que irónicamente son hoy considerados ejemplos de democracia. Emigrantes fantasmas existen en silencio dentro de restaurantes gringos, lavando vajillas y en elegantes residencias cuidando niños ajenos. Hoy día, cientos de niños huérfanos o abandonados deambulan por las calles en las ciudades centroamericanas aspirando los vapores de la pega, intoxicándose, vendiendo sus cuerpecitos o durmiendo en cualquier rincón en las aceras mientras la policía, que debiera protegerlos, los acosa y los maltrata. Muchos niños perdieron a sus padres en la guerra y aparecieron en Francia, España o los Estados Unidos, adquiridos a través de contratos ilícitos que militares hicieron con agencias extranjeras o negocios privados. Las pandillas formadas por los niños de la diáspora centroamericana y que crecieron en los Estados Unidos son hoy deportados a los países de sus padres, a una tierra que les es completamente ajena. Los tatuajes físicos de los jóvenes, que aprendieron a vivir en pandillas en las barriadas de las grandes ciudades de Estados Unidos, son consecuencia de los tatuajes emocionales impuestos a la generación que vivió la crudeza de los últimos treinta y cinco años del siglo XX.
El daño de tantos años de conmoción, terror, destrucción y desprecio a la vida en Centroamérica es reflejado no solamente en el salvaje desbaratamiento del ambiente y en los cuerpos marcados por la tortura y el dolor en millones de gente, sino también, y de manera más devastadora, en la impresión indeleble en sus mentes y en sus espíritus que han sido quebrantados y alienados para siempre. Tomará muchas generaciones para mitigar las heridas y la amargura, para crear nueva fe en la humanidad y, como con los jóvenes que estuvieron perdidos en las pandillas, borrar los tatuajes de estos años, grabados, no en el exterior de sus cuerpos, sino en lo más recóndito de sus almas.
Hoy día, la gente de Centroamérica ventila su rabia y frustración en formas extremas ante una realidad social y económica insoportable. Los indígenas de Guatemala toman la justicia en sus manos y ejecutan públicamente a ladrones y depredadores sexuales en el medio de las calles. Hoy día, miles de centroamericanos arriesgan sus vidas cruzando la frontera de México-Estados Unidos ansiosos por llegar a la legendaria tierra de las oportunidades, a buscar el trabajo que no pueden encontrar en sus propios países, que irónicamente son hoy considerados ejemplos de democracia. Emigrantes fantasmas existen en silencio dentro de restaurantes gringos, lavando vajillas y en elegantes residencias cuidando niños ajenos. Hoy día, cientos de niños huérfanos o abandonados deambulan por las calles en las ciudades centroamericanas aspirando los vapores de la pega, intoxicándose, vendiendo sus cuerpecitos o durmiendo en cualquier rincón en las aceras mientras la policía, que debiera protegerlos, los acosa y los maltrata. Muchos niños perdieron a sus padres en la guerra y aparecieron en Francia, España o los Estados Unidos, adquiridos a través de contratos ilícitos que militares hicieron con agencias extranjeras o negocios privados. Las pandillas formadas por los niños de la diáspora centroamericana y que crecieron en los Estados Unidos son hoy deportados a los países de sus padres, a una tierra que les es completamente ajena. Los tatuajes físicos de los jóvenes, que aprendieron a vivir en pandillas en las barriadas de las grandes ciudades de Estados Unidos, son consecuencia de los tatuajes emocionales impuestos a la generación que vivió la crudeza de los últimos treinta y cinco años del siglo XX.
El daño de tantos años de conmoción, terror, destrucción y desprecio a la vida en Centroamérica es reflejado no solamente en el salvaje desbaratamiento del ambiente y en los cuerpos marcados por la tortura y el dolor en millones de gente, sino también, y de manera más devastadora, en la impresión indeleble en sus mentes y en sus espíritus que han sido quebrantados y alienados para siempre. Tomará muchas generaciones para mitigar las heridas y la amargura, para crear nueva fe en la humanidad y, como con los jóvenes que estuvieron perdidos en las pandillas, borrar los tatuajes de estos años, grabados, no en el exterior de sus cuerpos, sino en lo más recóndito de sus almas.
MARTIVÓN GALINDO, poeta, narradora, académica y pintora salvadoreña. Profesora emérita de Holy Names University de California y colaboradora editorial de revista VOCES de California desde su incepción. Es la autora del libro Retazos, publicado por Editorial Solaris de San Francisco, y de su poemario Solamor y La tormenta rodando por la cuesta, ambas publicadas en California donde reside desde 1981.
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