VOCES: El estilo de Goya ▪︎ Tomás Eloy Martínez
Francisco de Goya y Lucientes. "La Romería de San Isidro", (Detalle). 1819. |
Para entender
el corazón humano
Hay incontables escenas en las que víctimas y verdugos truecan sus lugares y sentidos. La historia se va volviendo insensata, carece de razón y el espectador mismo del horror se siente perdido en tiempos y lugares donde todo sucede con tal intensidad y perfidia que por un momento parece que se retirara el aire.
Por TOMÁS ELOY MARTÍNEZ
Es una tarde plácida de lunes y en los alrededores del Museo del Prado, en Madrid, el aire está impregnado de tanta paz que ni las quejas entrecortadas de una ambulancia lejana permiten anticipar lo que el museo mostrará este verano a sus visitantes.
La exhibición se llama “Goya en tiempos de guerra”, pero es más que eso. Es la mirada implacable de un observador genial, Francisco de Goya, cayendo sobre los pliegues de una sociedad satisfecha de sí misma, confiada en su invulnerable eternidad.
Son alrededor de 200 obras de todos los géneros —grandes óleos, grabados, dibujos, bocetos, estampas— que han llegado al Prado desde museos e instituciones dispersos por el mundo.
Algunas son tan célebres que sorprende verlas como tan solo un coro de la gran sinfonía goyesca: “La familia de Carlos IV”; la “Cabeza de cordero y costillares”; el retrato de la duquesa de Alba con vestido y perro blancos; “La maja desnuda”, la “Casa de locos”, el “Vuelo de brujas”; y, por supuesto, las estampas de tauromaquia y la serie sombría sobre los desastres de las guerras napoleónicas, con su cortejo de mutilados, empalados, ahorcados: una condensación simbólica del odio oceánico que el hombre es capaz de sentir por los prójimos de su especie.
Por TOMÁS ELOY MARTÍNEZ
Es una tarde plácida de lunes y en los alrededores del Museo del Prado, en Madrid, el aire está impregnado de tanta paz que ni las quejas entrecortadas de una ambulancia lejana permiten anticipar lo que el museo mostrará este verano a sus visitantes.
La exhibición se llama “Goya en tiempos de guerra”, pero es más que eso. Es la mirada implacable de un observador genial, Francisco de Goya, cayendo sobre los pliegues de una sociedad satisfecha de sí misma, confiada en su invulnerable eternidad.
Son alrededor de 200 obras de todos los géneros —grandes óleos, grabados, dibujos, bocetos, estampas— que han llegado al Prado desde museos e instituciones dispersos por el mundo.
Algunas son tan célebres que sorprende verlas como tan solo un coro de la gran sinfonía goyesca: “La familia de Carlos IV”; la “Cabeza de cordero y costillares”; el retrato de la duquesa de Alba con vestido y perro blancos; “La maja desnuda”, la “Casa de locos”, el “Vuelo de brujas”; y, por supuesto, las estampas de tauromaquia y la serie sombría sobre los desastres de las guerras napoleónicas, con su cortejo de mutilados, empalados, ahorcados: una condensación simbólica del odio oceánico que el hombre es capaz de sentir por los prójimos de su especie.
Francisco de Goya y Lucientes. "Júpiter devorando a sus hijos", (Detalle). 1816. |
Hasta ver las obras de “Goya en tiempos de guerra” yo pensaba que no es propio del arte exponer la crudeza del horror, que no hace falta, que ya la realidad y las fotografías de la realidad hablan con elocuencia suficiente. Pero lo que parecería exigir un sistema de alusiones y de referencias simbólicas, en Goya carece de sentido. Su lenguaje directo, abierto, descubre que el horror no solo sucede fuera y lejos, sino también dentro de cada uno de nosotros.
Susan Sontag ha señalado que hay cierta obscenidad implícita en el acto de mirar el horror de los otros. Goya nos libera de esa obscenidad. Clava las espinas de su arte de manera tan profunda que logra infligir a los espectadores de sus obras cada laceración, cada tormento, cada una de las agonías que sufren sus personajes. La sombra del mismo mal cae sobre todos.
En el Museo de aquel lunes por la tarde los crímenes de los invasores franceses contra los defensores españoles en 1808 se transfiguraron también en las matanzas aluvionales de Gengis Kan y de la conquista de América; en los crímenes de Pol Pot y de Vietnam; en los espantos concentracionarios de los nazis, en los holocaustos ordenados por Stalin y por los asesinos tribales de Ruanda, en las víctimas de la revolución cultural china y de las incontables dictaduras latinoamericanas, en los millones que perecieron durante el genocidio de Armenia, en las guerras de religión, en Hiroshima y Nagasaki por las bombas atómicas, en Iraq ahora.
"Vuelo de brujas". Óleo sobre tela. 1798. |
Es una lista incontable de sufrimientos que Goya concentra en unas pocas imágenes tan atroces como necesarias. Su guerra es una guerra en la que están todos los hombres, toda la historia. Por eso mismo el artista jamás toma partido: el horror llega tanto de la mano de los franceses como de los defensores españoles. El odio es una infección que enferma por igual a un bando y al otro.
Además de un artista superlativo, Goya es también un extraordinario narrador. Las 80 imágenes en las que trabajó entre 1810 y 1812, reunidas bajo el nombre “Desastres de la guerra”, llevan títulos que permiten bajar hacia el interior de los hechos con el temblor de quien se prepara para sufrirlos. En sucesión, esos títulos refieren historias, componen un relato tan inolvidable como la mejor de las novelas: “No se puede mirar”, “Y no hay remedio”, “¡Grande hazaña! ¡Con muertos!”, “Lo peor es pedir”.
En la guerra que narra Goya, la crueldad y la saña no tienen banderas. Un ejemplo al pasar basta para demostrarlo. En aguafuertes sucesivos, “Con razón o sin ella” y “Lo mismo”, dos soldados franceses clavan sus bayonetas en españoles indefensos que sangran por la boca; y, en seguida, un español de rostro enloquecido se dispone a rematar de un hachazo al ya indefenso soldado francés que atina apenas a protegerse con la mano.
Hay incontables escenas como esas, en las que víctimas y verdugos truecan sus lugares y sus sentidos. La historia se va volviendo insensata, carece de razón y el espectador mismo del horror se siente perdido en tiempos y lugares donde todo sucede con tal intensidad y perfidia que por un momento parece que se retirara el aire.
Algunos de los visitantes que comparten conmigo esa tarde de lunes se dejan caer, abrumados, en los bancos de los salones. Una señora joven que lleva a su madre en silla de ruedas se queja de que le cuesta respirar. Ante una escena de empalamiento, un hombre se tapa los ojos. Así como la violencia convierte a los seres humanos en cosas, el arte, cuando es verdadero, nos redime y nos devuelve a nuestra condición de seres sensibles.
Solo en la primera semana 34,000 personas visitaron la muestra. Cuando salí del Prado aquel lunes, sintiéndome yo también culpable de las maldades de 1808 y de todas las otras que, con refinamiento creciente, fueron edificando este mundo en el que estamos, las palomas seguían saltando por las escalinatas de Felipe IV en busca de comida.
Mientras tanto, una manifestación de obreros y empleados del transporte municipal de Madrid ocupaba el Paseo del Prado y creaba nudos de tránsito que tardarían horas en deshacerse. No me cuesta confesar que agradecí aquel baño de vida cotidiana que apagaba en mí el sabor de las desdichas.
Tomás Eloy Martínez fue un escritor y periodista argentino, guionista de cine y ensayista. Fue uno de los periodistas y escritores argentinos más relevantes de finales del siglo XX y principios del XXI. Autor de la famosa novela Santa Evita, murió en Buenos Aires el 31 de enero de 2010.
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Artículo publicado originalmente en el portal LATINOVISIÓN de California en Julio 2008.
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