El Compadre (cuento) ▪︎ Jorge Kattán Zablah

 
Litografía de época. Plaza de Armas, San Salvador. El Salvador 1890 / Archivo de la Nación

El Compadre

Jorge Kattán Zablah


I

“Ahorita mismo me largo con viento fresco… Ese compadre maldito sólo vino aquí para arruinarnos la vida… El acabó para siempre con los buenos tiempos… Terminó con lo típico nuestro… Antes de que el Compadre se metiera en política, era un placer pasearse por las calles de mi pueblo… No había día de Dios que no presenciáramos, con deleite, hercúleas peleas de puercos sueltos que, en valiente lid, se disputaban los tesoros encerrados en los basurales de las esquinas… Esta gloriosa tierra, que antes recibía la excelsa música ejecutada por armoniosos coros de mosquitos, es hoy un pueblo mudo y desabrido… En ese entonces, perennemente contemplábamos, con regocijo, las interminables reyertas de astutos zopilotes, cuyos vencedores, con acompasados graznidos, se proclamaban dueños y señores de las tripas de algún animal muerto… Pero lo que más revestía de colorido a mi terruño era la visión fantasmagórica de los audaces borrachines que, blandiendo sus afilados machetes, no sólo gritaban día y noche ingeniosísimos insultos, sino que hasta se atrevían a echarse su siesta en las aceras y aun a media calle… Hoy todas esas exquisiteces no son más que un borroso recuerdo… Aquí uno ya no puede ni emborracharse a gusto…”

II
—¡Qué barbaridad! ¡Estos gringos hijos de la guayaba le han vuelto a bajar el precio al café! —exclamó indignadísimo uno de los lugareños que se hallaba en rueda de amigos en El Patriota, la muy distinguida cantina de don Saturnino Aguado.

—¡Sí, hombre! —salmodió otro—. Eso lo leí esta mañana en La Gaceta. ¡Es una desvergüenza!

Y todos los presentes empezaron de inmediato a agregarle motivos condimentos a la sabrosa conversación que se acababa de iniciar, al grado de que era imposible distinguir quién era el que decía esto o aquello:

—Claro, ¿qué saben ellos del sudor que a los pobres nos cuesta producir el grano?

—¡Creerán que son frijoles que sólo se siembran y ya dan vainas!

—Sí, esos gringos son unas sanguijuelas. Vean ustedes. Se metieron en Panamá y ahora ya no los saca nadie de allí ni Dios Padre.

—Con su dinero están corrompiendo al mundo entero.

—Aquí, quien de veritas manda, es la Yunaited.

—Eso ni para qué decirlo.

—Ya tienen más de veinte años de estarnos prometiendo la nueva carretera que nos va a unir con la capital.

—¡Uy! Eso vengo oyendo desde que era chiquitito.

—Gringos malparidos.

Apasionadas discusiones como estas eran el pan de cada día en la cantina del pueblo. Eso sí, tan pronto aparecía en el umbral de la única puerta de aquel centro social la imponente figura del Compadre, se cortaban las palabras de sopetón y se congelaban naturalmente los rostros de los parroquianos. En seguida se cambiaba de tema y se hacía del recién llegado centro de una nueva tertulia.

—¡Adelante! ¡Pase usted, Compadre! —exclamaban a una voz los circunstantes.

—Grashias. Muchos grashias —era la invariable respuesta a aquellas efusivas demostraciones de cariño.


III
John Mason medía más de dos metros de altura, era fuerte como un toro y tenía el pelo tan rubio que parecía que le habían restregado cincuenta yemas de huevo en la cabeza. Era originario de Watsonville, una pequeña ciudad del estado de California. Cuando terminó sus estudios de High School, en vez de irse a una universidad cercana, prefirió hacerse constructor de casas, como su padre. Al principio su negocio marchó viento en popa, pero al cabo de siete años la industria de su país, en general, sufrió una inesperada crisis y Mason resultó tan afectado que no le quedó más remedio que declararse en bancarrota. Pero él no era de los que se cruzaban de brazos así no más. No. Él no se saba por derrotado fácilmente. A los pocos días de aquella catástrofe, ya se había agenciado el puesto municipal de inspector de nuevas construcciones, cargo que ocupó hasta el momento en que decidió abandonar su patria. Mas, a pesar de que aquel trabajo le otorgaba una seguridad económica envidiable, quien sabe por qué razones, jamás quiso casarse.

Cierto día, mientras viajaba por Centroamérica en un avión LACSA, para disipar el aburrimiento aéreo se puso a hojear uno de los folletos turísticos que suele haber en el respaldar de cada asiento. Maravilladísimo quedó Mason al ver una fotografía a colores que mostraba un risueño caserío tropical silueteado por paisajes de bucólica belleza. Y a partir de ese entonces se le metió entre ceja y ceja la peregrina idea de irse a vivir a Cojontepeque, pues tal era el nombre del atractivo pueblecito. Claro, había que salvar un gran obstáculo: la lengua. Pero una vez más, Mason no se amilanó. Tan pronto como regresó a su país se fue a un supermercado y allí se compró un cursillo titulado Instant Spanish, de esos que vienen con discos. A las pocas horas ya había aprendido a decir unos cuantos disparates en español. De modo que cuando llegó el día que Mason había señalado para la partida, sólo fue cosa de hacer las maletas y salir disparado hacia el lugar de sus sueños.

Cuando llegó a Cojontepeque, paraíso en la tierra, según lo que había leído en el folleto del avión, casi le da un ataque al corazón al toparse en las calles con tantos zopilotes, cerdos y borrachos, amén de las nubes de perniciosos mosquitos. Se sintió terriblemente defraudado; pero como John Mason no se arredraba ante nada, sobrepasado el susto, alquiló una casita en las orillas de la población y se quedó a vivir allí. Digna de registrarse aquí es la gran sorpresa que se llevaron los parroquianos al ver, por primera vez en la vida, a un hombre de colosal estatura, rubio, de ojos azules y limpio, que correspondía milimétricamente a la descripción de los gringos que con frecuencia aparecían en La Gaceta. No había duda. Aquel hombronazo no podía no podía ser otro que un míster, por dondequiera que se le mirara.

A John Mason le gustaba levantarse tempranito para ir al mercado. Allí se aperaba de guayabas, mangos, marañones, piñas y aguacates. Carne jamás compraba, era vegetariano. Una vez que terminaba de aprovisionarse, volvía a su casa, donde se quedaba la mayor parte del día, seguramente estudiando su Instant Spanish o leyendo alguno de los libros que había traído consigo.

Al mes de haber llegado, la alegría tan característica del pueblo se apagó de repente. La fiebre tifoidea, que con regularidad asolaba la región, se había propagado de nuevo. Pero he aquí que el único sano en el lugar era Míster Mason; y era lógico, pues él, precavido por naturaleza, jamás se tomaba una gota de agua sin echarle cloro para desinfectarla. Y los lugareños, atónitos, al ver a aquel hombre que era inmune a la implacable plaga, acudieron a él para que les explicara el milagro. Y Mason les dijo la verdad.

A partir de entonces no sólo se le empezó a poner cloro a toda el agua del pueblo, con lo cual se logró mantener a la peste alejada del lugar, sino que, además, los parroquianos empezaron a atribuirle al visitante poderes sobrenaturales, muy superiores, por cierto, a los del mismo brujo, don Indalecio Barrientos.

El prudentísimo alcalde municipal don Everardo Salazar, tan pronto oyó de todos los sortilegios y maravillas que la gente le achacaba al gringo, convocó con urgencia al cabildo pleno, donde se llegó al siguiente acuerdo: Había que invitar, sin pérdida de tiempo, a Míster Mason para que sirviera de consejero en los asuntos municipales, y se determinó que se reunirían con él esa misma tarde en la cantina de don Saturnino.

IV
A la hora convenida se presentó Mason en la taberna. Al entrar tuvo que agachar la cabeza para no descalabrarse de un topetazo contra el dintel.

—¡Adelante! ¡Pase usted, Míster Mason! —exclamaron al unísono todas las autoridades edilicias allí congregadas.

—Grashias. Muchos grashias —respondió alegremente.

—¡Siéntese, Míster Mason! —dijo el alcalde.

—¡Uno momento! Yo hablar la verdad. Yo no gustar ustedes llamar mi “Míster”. Yo gustar “Compadre”.

Y desde ese momento John Mason quedó bautizado para siempre con el cariñoso nombre de “Compadre”.

Cuando las autoridades le comunicaron el motivo de aquella junta, el Compadre aceptó con agrado el cargo de consejero municipal que le ofrecían, aunque por dicho puesto no iba a percibir remuneración alguna. Después de tomarse unas copas de aguardiente —Mason se echó dos; ese era su límite—, quedaron en reunirse religiosamente en la cantina todos los miércoles a las cinco de la tarde.

Un miércoles, durante una de las asambleas cantinescas, el nuevo consejero tuvo su primera intervención de peso:

—¿Por qué haber aquí tanto grande negro pajarito?

—No son pájaros, Compadre —replicó el tesorero—. Son pajarracos. Se llaman zopilotes —agregó.

—Yo ver pajarracos comer caca. No ser bueno para salud de ustedes. Turistas no visitar si haber pajarracos comecacas.

—¿Y qué sugiere usted, Compadre, que hagamos? —preguntó uno de los regidores.

Mason se rascó la cabeza y frunció el ceño tratando de encontrar una solución. Al poco rato, dijo:

—Por el momento, cada uno enterrar su propia caca. Después yo enseñar ustedes construir sépticos pozos. Si pajarraco comecacas no ver caca, no visitar ciudad. Animal muerta y basura también enterrar. Ser bueno para plantas. Si no haber caca, animal muerta y basura, mosquito ir otra parte. Cerdo no bueno libre. Cerdo vivir en corral.

En otra de las singulares asambleas, el Compadre se pronunció sobre el tema de los borrachos, el cual tocaba muy de cerca a casi la totalidad de los habitantes.

—Todo persona tener derecho a emborrachar, pero en propia casa. Si salir calle y molestar vecinos, ir a cárcel. Cuando borracho estar bien, barrer calles por un mes. Cabildo prohibir Saturnino Aguado vender cada hombre más de dos tragos si querer tomar en cantina…

Y con éstos y otros sabios consejos, el Compadre llegó a ser una pieza imprescindible del engranaje municipal. La tifoidea nunca más se atrevió a meter las narices en aquel pueblo desinfectado. A los cerdos no sólo se les encerró en chiqueros, sino que el mismo Mason, asociado con el alcalde y el cura párroco, estableció un enorme criadero de ganado porcino que satisfacía plenamente las necesidades del lugar y hasta alcanzaba para venderles a otras localidades. Además, el Compadre diseñó y construyó todo un sistema moderno de alcantarillado que hizo desaparecer, como por encantamiento, las manchas de zopilotes y los nubarrones de mosquitos. La municipalidad, bajo el inteligente asesoramiento de Mason, mandó edificar el primer hotel del pueblo, que a los pocos días ya estaba atestado de turistas. Don Saturnino, que podría haber resultado exageradamente perjudicado por la limitación en el expendio de aguardiente que se le impuso, se encuentra hoy muy contento porque, aunque al principio sus ingresos mermaron un tanto, ya no se arman dentro de su cantina las samotanas y trifulcas de antaño., con los consiguientes destrozos que causaban. El orden que ahora reina en la taberna le recompensa con creces la disminución de sus ingresos, que por lo demás no fue excesiva, y ha permitido agregarle al negocio el servicio de restaurante, frecuentado por innumerables turistas y familias pueblerinas.

V
Los lugareños, agradecidos en grado sumo por los beneficiosos consejos y las progresistas obras de su ángel rubio, caído del cielo, le han erigido una estatua enfrente de la parroquia. Sí, todos idolatran al Compadre. Todos, excepto don Afrodisio Guerrero, aquel anciano que se las daba de poeta y que tuvimos el disgusto de conocer al principio de este relato. El, a horcajadas sobre su pollino, seguía con sus amargos lamentos, mientras se alejaba del lugar:

—Ya no aguanto más este pueblo del carajo… Ahorita mismo me largo con viento fresco… Ese Compadre del diablo sólo vino aquí para arruinarnos la vida… El acabó con los buenos tiempos…

Entre tanto amor que se le profesaba al Compadre, don Afrodisio era el único que desentonaba. Sentía un odio profundo hacia él porque al haber eliminado el espectáculo que cotidianamente representaban los cerdos, los zopilotes y los mosquitos, se habían ahuyentado las musas que le inspiraban el lirismo de sus nauseabundos poemas y porque, don Afrodisio, borracho incontinente, jamás iba a permitir que su vicio se lo sujetaran a ridículos reglamentos. Tampoco iba a dejar que lo metieran a la cárcel y lo pusieran a barrer las calles por sécula seculorum.

Desde que el Compadre se metió en la política local todo cambió. El pueblo está irreconocible. Sin embargo, en los corrillos que se forman en la cantinarestaurante de don Saturnino Aguado se continúa discutiendo acaloradamente el eterno tema de los lugareños, siempre y cuando el Compadre no esté presente:

—¡Qué barbaridad! ¡Esos gringos hijos de la guayaba le han vuelto a bajar el precio al café!

—¡Sí, hombre! Eso lo leí esta mañana en La Gaceta. ¡Es una desvergüenza!

—Claro, ¡qué saben ellos del sudor que a los pobres nos cuesta producir el grano!

—¡Creerán que son frijoles que sólo se siembran y dan vainas!

—Esos gringos son unas sanguijuelas.

—Sí, son unos malparidos.



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Jorge Kattán Zablah, escritor, satirista, ensayista y diplomático salvadoreño nacido en Quezaltepeque, El Salvador en 1939. Es el autor de varias colecciones de cuentos, entre ellas Acuarelas socarronas, El carnaval de la vida; y del ensayo Don Juan de Tirso de Molina a Zorrilla. Reside en Carmel California, retirado de la docencia, donde fue director de la facultad de Español del Defense Language Institute de Monterey California.

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