Una modesta eternidad (cuento) ▪︎ Rima de Vallbona
Rima de Vallbona
Y nada tan complicado como poseer un alma.
–Antonio
Gala
Tendida en la cama, como vivía desde que la operaron de cáncer, cerró el libro y se quedó meditando en las últimas palabras de Borges, las cuales quedaron prendidas en su memoria: “Donne imagina que cada uno de nosotros posee una modesta eternidad personal y que durante el sueño la poseemos en un solo vistazo como Dios. Así, el sueño es múltiple y simultáneo”. Cerró los ojos, convencida de que a la medianoche no se dormiría como había ocurrido otras veces, pero al menos descansaría y dejaría de pensar y de sentir.
Sí, no pensar, no sentir más, han pasado ya dos meses y yo venga a escribirle y llamarlo, pero me responde el silencio, como si su departamento fuera el sepulcro de nuestro amor, ¿sepulcro?, ¡las cosas que se me ocurren! “el momento de oro ya no vuelve más”, dijo alguien refiriéndose al amor, pero para nosotros dos, Alfonso, había vuelto una y otra vez, como las olas del mar y suavemente se disipaba en las playas de la vida, los compromisos, los deberes, para volver a comenzar, pero ahora… ahora, por primera vez, no sé por qué presiento que ese momento de oro ya no volverá jamás y por lo mismo un oscuro temblor de miedos me llena toda por dentro, durante estos dos interminables meses de espera, yo me dije se acabó, esto no puede seguir así, es el final del momento de oro, desde hace mucho no comprendo nada, tu mutismo, tus reticencias, al fin, ahora que te divorciaste, podríamos haber seguido el trayecto de la vida juntos en este declive hacia la vejez, hasta que la muerte nos separara, pero me temo que todo esto acabe en una vulgar historia de amor perjuro.
Sollozando, se quedó dormida. Entonces, salido de la nada, Alfonso irrumpió en su sueño. La agarró de la mano y sin decirle una palabra, la atrajo hacia sí en ademán de que lo siguiera. Sin soltar su mano, él flotaba mientras ella corría tras él, y ¿qué hacés?, ¿adónde me llevás? Clavando en ella la noche de su mirada misteriosa y profunda, no temas, Mariángeles, contestó Alfonso, que esto no es jugando (su expresión predilecta cuando se anunciaba tormenta), pues vamos ahora mismo a un hotel.
—¿A un hotel, nosotros dos? Nunca hemos ido a un hotel y ahora… ¡El escándalo que se va a armar en esta ciudad provinciana! Estás jugando con mi reputación.
—Este es un momento trascendental y único para pensar en esas futilezas. Vení conmigo y no pongás más reparos, —dijo, entrando en el hotel como Juan por su casa.
—¿Pero en qué lugar del mundo se ha visto que se entre en un hotel sin pasar por el registro?, nos van a echar del hotel. El siguió sin responder. En vez de un hotel, era solamente un cuartito estrecho, oscuro y con efluvios de muerte. Ella retrocedió, ¡vivir el resto de los años en completa intimidad en ese cuartucho, imposible!
—Voy a hablar con el gerente del hotel, ya vengo —le dijo y se desprendió de su mano que tiraba de ella con gran fuerza hacia adentro.
Cuando regresó al cuartucho, la puerta estaba abierta y en el fondo de la penumbra poblada de ausencias se destacaban las sábanas de la cama, vacías y desordenadas, con una blancura esterilizada de hospital.
En ese instante ella despertó con un raro sentimiento de paz y placidez. El pesar y angustia que experimentó en espera de noticias de Alfonso, habían desaparecido como si una mano caritativa hubiese borrado de su espíritu las miserias padecidas en los últimos meses. Experimentaba el alivio extraño de haberse despojado de pronto de tantos años de separación, de dudas, de angustias, de celos. Miró el reloj. Eran las seis de la mañana cuando se percató que hacía rato sonaba el teléfono desaforadamente. La voz del otro lado del auricular traía la noticia fatal de la muerte de Alfonso, la cual había ocurrido dos días atrás. Fue ese el momento cuando ella tuvo la convicción de que de veras el alma es eterna porque el alma de él, ya sin vida, la había visitado durante el sueño de ese amanecer para anunciarle su propia muerte: el cuarto del hotel era la metáfora que conjugó en una sola imagen el lecho de muerte en el hospital y la sepultura.
PASADAS unas semanas, ocurrió el segundo sueño. Era como una continuación del primero. Esta vez comenzó junto a la puerta abierta del cuartucho tenebroso. El la retenía por las manos y bien sabés que hemos prometido unirnos en este otro mundo, puesto que en vida todo se nos dio muy mal y nuestro amor fue imposible, nos pertenecemos el uno al otro y éste es el momento marcado por el destino, vendré a buscarte pronto, muy pronto. Preparate.
Mariángeles despertó casi feliz. ¡Tanto desear la muerte y ahora, por fin, la paz eterna al lado de Alfonso! ¡Para siempre! Días después, sonriendo, contó a su hija el tercer sueño y…
—Se ha llegado mi hora —le explicó.
—¡Bah! ¿Quién va a creer en esas premoniciones nocturnas? Reconozco que después de muerto, se te manifestara en sueños, pero de ahí a que cumpla lo que te anuncia en visiones oníricas, es descabellado, mamá. Si lo pensás bien, comprobarás que te estoy diciendo una verdad irrebatible.
—Es que, de jóvenes, cuando éramos novios y nos cantaba el amor, Alfonso y yo hicimos promesa de que el primero que muriera, le avisaría al otro. Durante los últimos doce años no lo vi ni supe nada de él, aunque en mis visitas a la ciudad, pasaba a menudo frente a su despacho. En uno de esos viajes, el año pasado, una fuerza sobrehumana me empujó a subir a verlo. Yo deseaba saber algo de él. Estaba ahí, sano y como si los años no pasaran por él ni por nuestro amor. Así fue como todo recomenzó. Ahora, después de ese sueño en el que Alfonso me comunicó su propia muerte, lo que me obsesiona es la fuerza sobrehumana que me empujó a él en esa ocasión, después de tanto tiempo. Hoy comprendo que Alfonso me llamó con todo el poder de su espíritu para cumplir la mutua promesa de nuestro amor juvenil, porque él sabía que su muerte era ya un hecho. La eficacia que tiene su voz interior, la que viene del misterio del yo, es lo que me tiene impresionada, hija.
—¡Pero mamá, es una estupidez creer en espíritus y promesas que se cumplen en el más allá, y a tus añitos…! ¡Más sentido común, por favor!
—Sí, m´hijita, lo sé. Tenés razóoonnn… Estoy cansada, muy cansa…
Mariángeles cerró los ojos unos instantes, durante los cuales, conducida por la mano de Alfonso, por fin atravesó para siempre el umbral del cuartucho tenebroso, en el sueño pertinaz.
Rima de Vallbona, escritora, novelista, ensayista y académica centroamericana nacida en Costa Rica en 1931. Autora de novelas, colecciones de cuentos y de estudios académicos sobre literatura. Entre sus premios literarios destacan el nacional costarricense de novela “Aquileo J. Echeverría”, el “Jorge Luis Borges” de cuento (Argentina), y fue condecorada por el Rey Juan Carlos de España con la medalla del servicio civil por su labor cultural. Ha sido colaboradora editorial valiosa y solidaria de revista VOCES de California desde su incepción como suplemento literario en 1990.
Cuando regresó al cuartucho, la puerta estaba abierta y en el fondo de la penumbra poblada de ausencias se destacaban las sábanas de la cama, vacías y desordenadas, con una blancura esterilizada de hospital.
En ese instante ella despertó con un raro sentimiento de paz y placidez. El pesar y angustia que experimentó en espera de noticias de Alfonso, habían desaparecido como si una mano caritativa hubiese borrado de su espíritu las miserias padecidas en los últimos meses. Experimentaba el alivio extraño de haberse despojado de pronto de tantos años de separación, de dudas, de angustias, de celos. Miró el reloj. Eran las seis de la mañana cuando se percató que hacía rato sonaba el teléfono desaforadamente. La voz del otro lado del auricular traía la noticia fatal de la muerte de Alfonso, la cual había ocurrido dos días atrás. Fue ese el momento cuando ella tuvo la convicción de que de veras el alma es eterna porque el alma de él, ya sin vida, la había visitado durante el sueño de ese amanecer para anunciarle su propia muerte: el cuarto del hotel era la metáfora que conjugó en una sola imagen el lecho de muerte en el hospital y la sepultura.
PASADAS unas semanas, ocurrió el segundo sueño. Era como una continuación del primero. Esta vez comenzó junto a la puerta abierta del cuartucho tenebroso. El la retenía por las manos y bien sabés que hemos prometido unirnos en este otro mundo, puesto que en vida todo se nos dio muy mal y nuestro amor fue imposible, nos pertenecemos el uno al otro y éste es el momento marcado por el destino, vendré a buscarte pronto, muy pronto. Preparate.
Mariángeles despertó casi feliz. ¡Tanto desear la muerte y ahora, por fin, la paz eterna al lado de Alfonso! ¡Para siempre! Días después, sonriendo, contó a su hija el tercer sueño y…
—Se ha llegado mi hora —le explicó.
—¡Bah! ¿Quién va a creer en esas premoniciones nocturnas? Reconozco que después de muerto, se te manifestara en sueños, pero de ahí a que cumpla lo que te anuncia en visiones oníricas, es descabellado, mamá. Si lo pensás bien, comprobarás que te estoy diciendo una verdad irrebatible.
—Es que, de jóvenes, cuando éramos novios y nos cantaba el amor, Alfonso y yo hicimos promesa de que el primero que muriera, le avisaría al otro. Durante los últimos doce años no lo vi ni supe nada de él, aunque en mis visitas a la ciudad, pasaba a menudo frente a su despacho. En uno de esos viajes, el año pasado, una fuerza sobrehumana me empujó a subir a verlo. Yo deseaba saber algo de él. Estaba ahí, sano y como si los años no pasaran por él ni por nuestro amor. Así fue como todo recomenzó. Ahora, después de ese sueño en el que Alfonso me comunicó su propia muerte, lo que me obsesiona es la fuerza sobrehumana que me empujó a él en esa ocasión, después de tanto tiempo. Hoy comprendo que Alfonso me llamó con todo el poder de su espíritu para cumplir la mutua promesa de nuestro amor juvenil, porque él sabía que su muerte era ya un hecho. La eficacia que tiene su voz interior, la que viene del misterio del yo, es lo que me tiene impresionada, hija.
—¡Pero mamá, es una estupidez creer en espíritus y promesas que se cumplen en el más allá, y a tus añitos…! ¡Más sentido común, por favor!
—Sí, m´hijita, lo sé. Tenés razóoonnn… Estoy cansada, muy cansa…
Mariángeles cerró los ojos unos instantes, durante los cuales, conducida por la mano de Alfonso, por fin atravesó para siempre el umbral del cuartucho tenebroso, en el sueño pertinaz.
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Rima de Vallbona, escritora, novelista, ensayista y académica centroamericana nacida en Costa Rica en 1931. Autora de novelas, colecciones de cuentos y de estudios académicos sobre literatura. Entre sus premios literarios destacan el nacional costarricense de novela “Aquileo J. Echeverría”, el “Jorge Luis Borges” de cuento (Argentina), y fue condecorada por el Rey Juan Carlos de España con la medalla del servicio civil por su labor cultural. Ha sido colaboradora editorial valiosa y solidaria de revista VOCES de California desde su incepción como suplemento literario en 1990.
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