Música/Danza: La objetividad del tiempo y la distancia

Memorial de la Masacre de El Mozote ocurrida en diciembre de 1981. El Salvador / FOTO: New York Times

En San Francisco California, la noche del viernes 15 de marzo de 1996 se caracterizó por ser una noche fría con un cielo cargado de nubes bajas y flatulentas. Todo los signos indicaban que llovería. Sin embargo, en el auditorio del Teatro Louis B. Mayer de la Universidad de Santa Clara el ambiente era cálido; la gente se apresuraba a tomar asiento y leía con interés el programa para esa noche. El ostensible entusiasmo de la audiencia era un buen presagio: se perfilaban dos horas de danza y coreografía realizadas por estudiantes del Departamento de Teatro y Danza de la universidad.

En ese mismo programa se estrenaba una composición musical original del compositor de música electrónica salvadoreño Juan Carlos Mendizábal, con coreografía de Carolyn Woytus Silberman. La pieza, titulada El Mozote, se inspiraba, como su nombre lo indica, en los macabros eventos ocurridos en la tristemente célebre masacre de El Mozote ocurrida en El Salvador en diciembre de 1981, y basada en el testimonio de la única sobreviviente y testigo Rufina Amaya Márquez.

Los primeros números del programa de la noche se caracterizaron por su vivacidad y alegría. Abrieron la presentación cuatro encantadoras piezas de tono alegre y optimista. La primera de ellas fue un segmento corto de corte moderno y ágil, seguida por una pieza más larga de ballet clásico de carácter romántico y acompañada en vivo por una preciosa partitura para piano de Schumann ejecutada impecablemente por Luba Kardontchick. A esta última siguió otra pieza breve, de tipo moderno, para cerrar la primera parte del programa con una coreografía titulada Parade Jenair, la cual, tal como el programa indicaba, era un collage musical de fantasías y extravaganzas, sutil y etéreo, justo para estudiantes de danza.

Luego de un breve intermedio, el público regresó entusiasta para la segunda parte de la noche. Y la sorpresa no se dejó esperar.

¿Cómo aproximarse con una coreografía a semejante suceso como fue la Masacre del Mozote; y más aún, con una composición musical? La respuesta estuvo a manos del compositor Mendizábal y de la coreógrafa Woytus Silberman la noche del 15 de marzo. Y para adelantar los hechos, fue una pieza inolvidable por su patetismo y fuerza lírica.

Fue el compositor y teórico de la música contemporáneo el estadounidense John Cage, quien en una de sus muchas declaraciones dijo que uno puede juzgar el poder de la música por el grado de excitación o turbación que esta produce al escucharla. Esa declaración se hizo evidente esa noche. Luego que las luces fueron apagadas, como por una especie de mandato imaginario el ambiente en el auditorio se tornó solemne.

Abrió la segunda parte del programa un grupo de lectores aglomerados junto al proscenio en medio del escenario, quienes en voz alta comenzaron a leer fragmentos en inglés y en español del testimonio de la única sobreviviente y testigo Rufina Amaya Márquez. Más tarde sus voces se tornaron estridentes, para finalizar la lectura en una completa oscuridad. Hasta allí la introducción a esta pieza del salvadoreño.

Si bien es cierto en los círculos académicos la polémica aún continúa en torno a la validez de la “música electrónica”, la verdad es que en manos talentosas los “efectos musicales” creados a través de la coordinación de música de instrumentos, voces humanas, sonidos naturales, ruidos, distorsiones y el uso de la cibernética, pueden llegar a convertirse en nuevas pautas que se caracterizan por transgredir los límites de lo establecido en el campo de la música, ¿y quién tiene la última palabra? Por tanto nos referimos a la declaración de Cage por lo que tiene de esencial, para afirmar la fuerza y patetismo –valga la reiteración– de la composición de Mendizábal y la vitalidad en la coreografía de la Woytus Silberman.

En lo referente a la música, el collage de instrumentos musicales, voces humanas, ruidos industriales, distorsiones, etc., para crear un ambiente opresivo de angustia y de violencia inminente, fue altamente efectivo. En combinación con la energía en vigencia de los movimientos de la danza y los efectos visuales, el resultado fue avasallante. La atmósfera se cargó de esa energía que se experimenta al estar en medio de esa fuerza inefable llamada arte, para transportarnos al terreno de la intimidad y la reflexión. Y es allí justamente donde radica la belleza de esta pieza musical.

El efecto marcial de los redobles de fondo, el estrépito de las aspas de helicópteros mezclados con las voces humanas desvaneciéndose entre la furia de la vertiginosidad de la música, o las pausas dulces y melancólicas, todo ello aunado a los movimientos ágiles y vigorosos de los bailarines; el efecto de las fotografías y retratos suspendidos del techo o sostenidos en manos de los danzantes, y los cambios de luces que auguraban estados de ánimos diversos, produjeron un ambiente turbador y explosivo. Todos los asistentes esa noche éramos parte de esa masacre, éramos observadores de la danza de la muerte. Estábamos allí en medio de ese odio confabulado de belleza lírica, como ha dicho el poeta, para ser testigos o cómplices de la desaparición de esos rostros anónimos, los de siempre, los rostros del dolor y la muerte, que es el dolor y la muerte moral de cada uno de nosotros y cuyo fin ulterior es la posibilidad de la esperanza.

Ciertamente fue una experiencia inolvidable para los que asistimos al teatro de la Universidad de Santa Clara esa templada noche. A través de esa magnífica composición fuimos testigos del poder de la música y la danza sobre las verdades efímeras de las historias oficiales y sus portavoces. La coreografía de la Woytus Silberman fue en efecto realizada con tacto y respeto en relación con la envergadura espiritual del incidente que es El Mozote.

La composición de Juan Carlos Mendizábal fue una declaración de la verdad sin ambages ni truculencias. Enhorabuena a ambos artistas.

Para finalizar, es preciso agregar que quizá la mayor virtud del trabajo en conjunto del salvadoreño Juan Carlos Mendizábal y la coreógrafa Carolyn Woytus Silberman estriba en el hecho de poder aproximarse a un evento trágico y oscuro de la historia reciente de El Salvador, con la sensibilidad que confiere el arte y la objetividad que brindan el tiempo y la distancia.


ARMANDO MOLINA
San Francisco, California, abril de 1996


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