La Bóveda (cuento)

ARTE: Antonio Bonilla (ESA)

En la oscuridad, nuestro grupo fue conducido a través de unos pasadizos hasta una enorme bóveda sombría cuyas paredes rezumaban humedad. Éramos un grupo numeroso de hombres vacilantes y nerviosos; varios hablaban susurrantes. Los pequeños grupos que se formaron se apretujaron contra las viscosas paredes de aquel recinto y parecían tener miedo de algo indefinido.

Yo me senté sobre un promontorio de lodo y desperdicios que sobresalía junto a la húmeda pared. Desde allí, desde aquel promontorio de basura, podía ver el grupo de hombres nerviosos y atemorizados moviéndose por el lugar. El ambiente era mustio y tenebroso, una especie de prisión para condenados. Veía rostros angustiados por el temor, frentes empapadas de sudor, ojos llorosos impregnados de miedo. Otros caminaban frenéticos entre los grupos de hombres retorciéndose las manos ansiosos y preguntando cómo habían llegado hasta allí. Pero nadie tenía respuesta alguna. Era la visión exacta del infierno.

A unos treinta pasos de donde yo me encontraba estaban apiñados un gran número de hombres; del techo colgaba una lámpara que despedía una luz mortecina. Hacía ya algún rato que escuchábamos una voz ronca y aislada que surgía de la oscuridad e imponía orden y escupía maldiciones. Un nuevo mandato estalló lo bastante fuerte como para que nos calláramos todos. Un hombre se puso a gritar, aseverando que no quería morir. Un grupo se apartó del hombre que gritaba, iluminando una primera realidad patente: varios lloraban desconsoladamente, y otros daban la impresión de estar a punto de morir con una mueca de espanto dibujada en el rostro. En ese momento se oyó con claridad un golpe seco y metálico que parecía destrozar algo duro como un hueso. Todos tuvimos la misma sensación, una sensación que nos ahogaba: Ese golpe será para mí, tarde o temprano. Luego retumbó un grito humano monstruoso, ensordecedor.

Bajé temblando del promontorio de basura y me acerqué al grupo de hombres que se apiñaban en desorden bajo la lámpara. La lámpara se mecía como un péndulo, irradiando aquella claridad de un crudo color amarillo. La luz iluminaba apenas las paredes que incesantemente destilaban un goteo rojizo y sucio y que proyectaba las sombras fugaces de los que aún quedaban vivos y se desbandaban hacia los rincones de aquel recinto de miedo. Al mismo tiempo resonó un griterío de dolor espantoso, de ayes ahogados. La masa de hombres apiñados bajo la lámpara de aquella horrible cueva podrida se abrió por un instante, y pude ver entonces la fatídica escena de lo que nos esperaba.

Bajo la oscilante lámpara en medio de aquel recinto y encuadrado en bajo relieve, surgía un patíbulo. Era una burda armazón de madera carcomida y de metal herrumbroso construida a manera de silla; elevadas sobre la silla dos filosas cuchillas colocadas entre unos rieles con otra hoja de igual filo en una versión reducida de la guillotina, caían libre y pesadamente dispuestas a romper un cráneo en tres partes. A ambos lados del aparato de muerte dos verdugos con una temible expresión en el rostro veían que éste rindiera su cometido; y más allá, a unos cinco pasos, un enorme cajón con ruedas donde se hallaban apilados docenas de cadáveres y los restos de cráneos destrozados de las víctimas.

El miedo se apoderó de mí, un terror profundo. Por instinto quise alejarme de allí; pero no pude. Una fuerza mayor a las mías me lo impedía y permanecí clavado ante el terrible espectáculo, atontado. Sólo entonces comprendí lo que vendría luego. ¡No quise ver nada más!; alejarme de aquel sitio y desaparecer en la oscuridad de la que había salido era todo lo que pensaba. Entonces oí la voz ronca y obscena del verdugo pidiendo voluntarios. En ese momento lo supe con claridad: todos moriríamos.

Se reanudaron las ejecuciones.





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[Cuento tomado de mi libro "Almuerzo entre dioses y Otros relatos",
Editorial Solaris. 1992. San Francisco, Calif.]


▪︎ Publicado en la revista ARS (Nueva era. No. 8. 2015). Si quieres leer el enlace original, aquí

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