Realidades imperiales

Civiles en Afganistán hoy / FOTO: Reuters.

En la actualidad, los Estados Unidos de América es el país más poderoso del planeta en lo económico, lo cultural y, sin lugar a dudas, en lo militar; sus intereses, poder e influencia se extienden por todos los puntos cardinales de la Tierra, y se podría argumentar con propiedad que estas son las características que definen a un imperio.

Esta es una realidad irrefutable, y quienquiera que la ponga en duda lo haría por motivos puramente subjetivos.

No obstante lo axiomático de tal afirmación, esa realidad imperial trae consigo una serie de espinosos planteamientos éticos y de configuraciones geopolíticas difíciles de discernir, cuyas decisiones y soluciones reclaman de sus líderes ponderadas acciones pragmáticas y no de abstracciones y especulaciones filosóficas o furibundos arrebatos religiosos.

En este momento, los retos más evidentes para el imperio estadounidense son Irak y Afganistán de donde diariamente brotan inhumanas imágenes y noticias de violencia y muerte que recorren el planeta en cuestión de segundos, convirtiéndose en primeras planas en los medios de comunicación mundiales. En ellas, lacerantes cuadros de destrucción y odio nos dan cuenta de la capacidad humana de fanatismo, crueldad y devastación, cuyo perverso horror se mezcla con ridículas y absurdas escenas de fantasía y estupidez elaborados por la industria de la televisión, ese otro espacio tecnológico humano donde se le rinde culto a la vulgaridad y sus excesos.

Pero existen también otros desafíos éticos y geopolíticos que no son tan evidentes para el ciudadano común, que requieren de un mayor criterio para su comprensión y que exigen asimismo una respuesta pragmática para su solución; una contestación que se aleje de todo fanatismo humano, que es en gran medida la raíz y origen de esos desafíos.

Como sabemos, hay ciertas aspiraciones en el ser humano que le son inherentes a su naturaleza; la búsqueda de la prosperidad, la justicia y la libertad son algunas de ellas. Y precisamente de la consecución de estos anhelos humanos emanan las ideologías de los individuos en su afán por obtenerlas. De estas últimas hay muchas en el mundo en sus distintas versiones, y todas proclaman su efectividad en su pretensión de alcanzar la felicidad en nuestro paso por la tierra.

Refugiados sirios en 2018 / FOTO: Reuters.

La historia de la humanidad está llena de experimentos sociales en sus variadas versiones y fases de desarrollo, y también en sus distintas y frecuentemente fatales fallas y errores, no obstante su proclama original de felicidad y armonía humana. Pero precisamente porque sus oficiantes son seres humanos con sus pasiones, virtudes y egoísmos, estos experimentos son proclives a malograrse en su accionar —esta también una verdad axiomática.

Dentro de las más modernas ideologías en la historia, el capitalismo y el comunismo son quizás las más recientes versiones antagónicas de un viejo afán: el utópico sueño de prosperidad y libertad y la promesa de hermandad y armonía entre los hombres, que ni la religión en su aspiración espiritual ha podido brindar a la humanidad.

Y es que los anhelos del ciudadano común son tan simples como lo es su temor innato a Dios y a la muerte. El trabajo, la educación, la salud, la vivienda, la alimentación, la seguridad y la libertad de culto podrían considerarse como las más elementales de esas aspiraciones humanas. Es obvio que obtenerlas no llega como regalo gratuito dado por otros o como derechos innatos a nuestra condición de seres humanos. Todas, sin excepción alguna, han sido arduamente conquistadas por medio de la lucha y el sacrificio de otros hombres y mujeres que nos antecedieron en el devenir de la historia.

Esto no quiere decir sin embargo que tales aspiraciones hayan sido satisfechas en su totalidad; al igual que la vida y la naturaleza, esas necesidades y anhelos de vida están en constante evolución y requieren de una profunda y valiente autocrítica que se apegue a las realidades vigentes en sus sociedades correspondientes.

Entonces, al hacer un inventario de nuestras aspiraciones solventadas en la sociedad en que vivimos, las sencillas preguntas deberían ser: ¿Estoy mejor ahora que como lo estaba ayer? ¿Puedo en esta sociedad en la que vivo aspirar a un empleo dependiendo de mis habilidades, educación y conocimientos? ¿Tengo libertad de movilización, de culto, de expresar lo que pienso y protestar por las condiciones de vida imperantes? Y en caso que las respuestas fuesen negativas, ¿cuáles son entonces las mejores alternativas para el cambio? De sobra conocemos aquel viejo proverbio popular que reza que nadie está bien como Dios lo tiene, o aquel que dice que el pasto del terreno ajeno siempre aparece a los ojos más verde que el nuestro.

Después de hacer un análisis crítico de las alternativas vigentes en el mundo de hoy, considerémoslas concienzudamente y preguntémonos sin ofuscarnos: ¿Viviríamos mejor bajo la férula de los autoritarios chinos comunistas? ¿Encontraría justicia y solvencia a mis anhelos, en una sociedad dominada por matones rusos racistas? ¿Encontraríamos libertad individual, de expresión o de culto bajo el dominio de los despóticos y fanáticos árabes?

Para responder estas sencillas preguntas no es necesario acudir a las ciencias sociales y sus fríos datos y estadísticas; una somera mirada a lo que acontece diariamente en la frontera de los Estados Unidos con México ilustra el argumento: Hasta el momento no se han visto en el mundo masivas emigraciones hacia los presentes o antiguos países comunistas en busca de prosperidad y oportunidades, tal como ocurre a diario en esa región del planeta. He ahí un ejemplo contundente de pragmatismo real e histórico.

Pero volvamos a los Estados Unidos y sus desafíos. Dentro de las acciones ostensibles a las que recurre el imperio en su real y obligada tarea de defender sus intereses, están la guerra y la ayuda humanitaria. Hay en la actualidad numerosas muestras de ambas en el mundo: Irak y Afganistán son el rostro horrible del imperio estadounidense; y Darfur en el Sudán, Filipinas en la cuenca del Pacífico y Malí en el África occidental son su rostro benévolo manifestado en su ayuda humanitaria.

La encrucijada que enfrenta los Estados Unidos en su tarea de defender sus intereses imperiales es una espada de Damocles: U opta por el aislacionismo y elige enfocarse en resolver solo sus problemas internos abandonando a países con gobiernos amigos a su suerte; o se decide por una política de intervención directa (la guerra) cuyos resultados se traducen en una debacle de dimensiones colosales (Irak) o por una política asolapada (operaciones de asesoría militar) que usualmente resulta en violentos rechazos, protestas y confrontaciones esporádicas pero sostenidas por parte de poblaciones nativas inconformes donde se ejecutan esta clase de operaciones militares (Colombia, Filipinas, El Salvador, Somalia, Ruanda, etc.)

Es obvio que la opción aislacionista sería una de irresponsabilidad y de enormes consecuencias negativas para los Estados Unidos y su esfera de influencia; si sus líderes cierran los ojos ante las realidades geopolíticas presentes, ello se traduce a la larga en un gran desgaste político, económico y militar. El precio: gobiernos que tradicionalmente han estado bajo la influencia económica y militar de los Estados Unidos caen en manos de gobiernos tiránicos y antidemocráticos (el caso de Irán, Corea del Norte, etc.), impeliendo a su gente a la confrontación directa con el imperio.

De optar por la segunda opción, la ilustración la tenemos en el pantano militar que es hoy Irak y Afganistán, o en la permanente confrontación contra las narco-guerrillas en Colombia o contra las bandas de fanáticos asesinos en África, cuyos intereses poco tienen que ver con derechos humanos y prosperidad para las grandes mayorías.

Víctimas inocentes del conflicto / FOTO: Reuters.

No obstante y a pesar de esos delicados retos militares presentes, la apuesta es que en la medida que las sociedades libres ganen terreno en el campo democrático, el aparato militar estadounidense paulatinamente se encontrará en situaciones más estrechas de acción directa (léase combate) en países donde su influencia ha sido siempre patente. Ello debido a que se encontrará con mayor resistencia por parte de unos medios de comunicación locales más sofisticados y dispuestos a la crítica frontal y persistente —manifestación misma de avances democráticos ostensibles.

Pero no por eso el imperio se abstendrá de proteger sus intereses o de limitar su esfera de influencia en aquellos países que siempre ha considerado parte de su dominio. Sabemos muy bien que en el caso de la administración actual de los Estados Unidos la ayuda humanitaria no es el arma por excelencia de los duros del Pentágono, quienes prefieren cazar y matar a “los malos” en confrontaciones militares directas, o recurrir al apoyo de gobiernos corruptos y dictatoriales, en lugar de construir escuelas, carreteras y puentes o hacer campañas rurales de salud; proyectos costosos que a la larga y en detrimento de la población nativa que las necesita, con frecuencia resultan insostenibles para los gobiernos locales debido a la falta de verdadera voluntad o de recursos, o simplemente por ineptitud y corrupción de sus administradores.

Pero estas son precisamente las complejas e ineludibles realidades a las que se enfrenta los Estados Unidos en su tarea de mantener su viabilidad y supervivencia como superpotencia mundial. Tarea vital por lo demás, pues sabemos que en su ausencia sería inmediatamente reemplazada por otras que, como ya hemos observado, son alternativas que ni entusiasman ni se perfilan nada halagüeñas para la obtención de los ideales humanos de prosperidad, justicia y libertad.

A manera de corolario, afirmaríamos que la democracia liberal como pensamiento político no es el non plus ultra de la armonía humana ni la panacea a todas nuestras imperfecciones sociales. Pero sí quizás el menor de los males ideológicos que existen hoy en el mundo.


ARMANDO MOLINA
San Francisco, California


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▪︎ Publicado en el portal digital LATINOVISIÓN de California (02-07-2008).

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