ENSAYO: Réquiem por el Imperio Americano ▪︎ Gore Vidal

Representación de la explosión del buque de guerra el USS Maine en La Habana, Cuba en 1898, detonante de la guerra hispano-estadounidense.
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Gore Vidal (1925-2012) fue un escritor, novelista, ensayista y guionista de cine estadounidense, autor de la recopilación de ensayos ´United States´ por el que fue galardonado en 1993 con el National Book Award de los Estados Unidos. El premio le confirmó como uno de los analistas y críticos sociales más incisivos y mordaces de la cultura contemporánea norteamericana y su american way of life, y uno de los referentes culturales de la sociedad estadounidense. Entre sus más notables obras destacan las novelas ´Washington D.C.´, su colección de ensayos de crítica social ´El último imperio´, y su novela llevada al cine ´Myra Breckinridge´. Murió en Hollywood, California, el año 2012.

[Traducción y Notas de Armando Molina]

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RÉQUIEM POR
EL IMPERIO AMERICANO

Por GORE VIDAL 

El 16 de septiembre de 1985, cuando la Secretaría de Comercio anunció que los Estados Unidos se había convertido en una nación endeudada, el Imperio Americano murió. El imperio tenía setenta y un años y había estado mal de salud desde 1968. Como casi todos los imperios modernos, el nuestro descansaba no tanto en el vigor militar como en la primacía económica.

Después de la Revolución Francesa, el poder financiero mundial se trasladó de París a Londres. A lo largo de tres generaciones, los británicos mantuvieron un anticuado imperio colonial a la vez que un moderno imperio basado en la primacía de Londres en los mercados financieros. Luego, en 1914, Nueva York reemplazó a Londres como la capital mundial de las finanzas. Antes de 1914, los Estados Unidos habían sido un país en desarrollo, dependiente de la inversión extranjera. Pero con el cambio de poder económico del Viejo Mundo al Nuevo, la que una vez fue una nación endeudada se convirtió en una nación prestamista y el motor central de la economía mundial. Con todo, los británicos estaban felices de que tomáramos su lugar. Ellos eran pocos para tan inmensa tarea. Ya para principios de siglo estaban deseosos de que no sólo les echáramos una mano en lo económico, sino también continuar, en nombre suyo, el destino de la raza anglosajona: llevar con coraje la carga del hombre blanco, como lo dijo Rudyard Kipling con tan poco tacto. ¿Acaso no éramos todos ―ingleses y norteamericanos― anglosajones, unidos por una sangre común, leyes, lenguaje? Bueno, no, no lo éramos. Pero nuestras diferencias no eran tan aparentes entonces. En cualquier caso, aceptamos el trabajo: Nosotros supervisaríamos a las razas menores. Haríamos dinero.

Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, éramos la más poderosa y menos dañada de todas las grandes naciones. También teníamos casi todo el dinero. La hegemonía de los Estados Unidos duró exactamente cinco años. Luego comenzaron las guerras frías y calientes. Nuestros patrones nos harían creer que todos nuestros problemas eran culpa del Imperio del Mal del Este, con su satánica y ateísta religión siempre lista a destruirnos en la noche. Estas tonterías comenzaron en una época en que nosotros teníamos armas atómicas y los rusos no. Ellos habían perdido 20 millones de sus habitantes en la guerra, y 8 millones antes de la guerra, gracias a su sistema mongol neoconservador. Más importante aún, nunca hubo duda, ni entonces ni hoy, de que el poder económico (lo único que importa) se trasladase de Nueva York a Moscú. ¿Cuál era ―y es― la razón del gran temor? Bueno, la Segunda Guerra Mundial hizo prósperos a los Estados Unidos, que venían de sufrir una depresión económica durante una docena de años; e hizo inmensamente ricos a aquéllos magnates y sus administradores que gobernaban la república, entre guiños de ojos, en nombre de la gente. Para poder mantener una prosperidad general (y enorme riqueza para los pocos) decidieron que nos convertiríamos en los policías del mundo, el escudo perenne contra las hordas mongoles. Tendremos una carrera armamentista, dijo uno de los máximos sacerdotes, John Foster Dulles, y la ganaremos porque los rusos quebrarán antes que nosotros. Nos pusieron en una permanente economía de guerra, razón por la cual un tercio o algo de los ingresos del gobierno son chupados constantemente para pagar por aquello que es eufemísticamente llamado defensa.

John Foster Dulles, Secretario de Estado de Dwight D. Eisenhower.

Ya para 1950, Albert Einstein había comprendido la naturaleza del fraude. Dijo: «Los hombres que poseen el verdadero poder en este país no tienen intenciones de darle fin a la guerra fría». Treinta y cinco años más tarde, todavía están en ello, haciendo dinero mientras la nación en sí declina hacia el onceavo lugar en ingreso per capita, al cuarenta y seis en alfabetismo, y así hasta que el pasado verano (no tan de repente, me temo), nos encontramos con una deuda de 2 trillones de dólares. Luego, en el otoño, el poder financiero se trasladó de Nueva York a Tokio, y ese fue el final de nuestro imperio. Ahora el siempre temido coloso asiático toma su turno como líder mundial, y nosotros «la raza blanca» nos hemos convertido en la carga del hombre amarillo. Esperemos que éste nos trate con más cortesía de como le tratamos a él. En cualquier caso, si el predecible futuro no es atómico, será asiático: alguna combinación de tecnología avanzada japonesa con la voluntariosa masa de chinos. Europa y los Estados Unidos serán entonces, simplemente, irrelevantes para el mundo que realmente importa, y así completaremos el círculo completo: Europa empezó como un incivilizado y relativamente vacío salvaje Oeste; luego el hemisferio occidental se convirtió en el salvaje Oeste de Europa. Ahora el sol se ha ocultado en Occidente y aparecido una vez más en Oriente.

Los británicos solían decir que su imperio fue concebido durante un lapso mental. Está claro que exageran. Por otro lado, nuestro moderno imperio fue cuidadosamente planeado por cuatro hombres. En 1890 un capitán naval de los Estados Unidos, Alfred Thayer Mahan, diseñó los planos del imperio americano en, The Influence of Sea Power Upon History, 1660-1783. Después, un amigo de Mahan, el historiador geopolítico Brooks Adams, hermano menor de Henry, ideó la siguiente formula: «Toda civilización es centralización. Toda centralización es economía». Y aplicó la fórmula al siguiente silogismo: «Bajo la centralización económica, Asia es más barata que Europa. El mundo tiende hacia la centralización económica. Por lo tanto, Asia tiende a sobrevivir y Europa a perecer». En consecuencia, ése es el porqué estuvimos en Vietnam. El historiador amateur y político profesional, Theodore Roosevelt, fue profundamente influenciado por las ideas de Adams y Mahan; fue también su instrumento político, más activo no tanto durante su presidencia como durante la crucial guerra con España, de la que puede tomar algún crédito por la toma de las Filipinas, la cual nos hizo un imperio mundial. Finalmente, el senador Henry Cabot Lodge, el amigo más cercano de Roosevelt, quien mantuvo a raya un Congreso que tenía cierta tendencia a olvidar su misión sagrada ―nuestro destino manifiesto― y preguntar, un tanto deseoso, por mejoras internas.

Desde el comienzo de nuestra república hemos tenido tendencias imperiales. Sometimos―y continuamos sometiendo―a los habitantes nativos; mantuvimos la esclavitud un poco demasiado tiempo, aún si la comparamos con los estándares de un mundo cínico. Luego, en 1847, parimos nuestro primer conquistador: el presidente James K. Polk. Después de adquirir Texas, Polk deliberadamente declaró la guerra a México debido a que, como más tarde diría al historiador George Bancroft, teníamos que adquirir California. Gracias a Polk, lo logramos. Y es por ello que hasta la fecha los mexicanos se refieren a nuestros estados del suroeste como «las tierras ocupadas», la cual los hispanos están hoy, sensatamente, volviendo a habitar.

El caso contra el imperio empezó tan pronto como para 1847. El congresista Abraham Lincoln no tenía muy buena opinión de la guerra de Polk, mientras que el teniente Ulysses S. Grant, quien combatió en Veracruz, escribió en sus memorias: «La guerra fue una instancia de cómo una república siguió el mal ejemplo de las monarquías europeas al no considerar la justicia en su deseo de adquirir territorio adicional». Y procedió a establecer un vínculo casual, algo inusual en nuestra política entonces y completamente desconocida en la actualidad: «La rebelión del Sur fue en gran parte un engendro de la guerra de México. Las naciones, al igual que los individuos, son castigados por sus transgresiones. Nosotros fuimos castigados con la más sanguinaria y cara guerra de la época moderna».

Pero el imperio siempre ha tenido más amigos que contrarios. Para 1895 habíamos colmado ya nuestra parte de Norte América. Habíamos intentado dos veces―y fallado―en conquistar Canadá. Habíamos arrebatado a México todo lo que quisimos . ¿Adónde ahora? Bueno, ahí estaba el Caribe a nuestra puerta y el vasto Pacífico atrás. Entran entonces los Cuatro Jinetes―Mahan, Adams, Roosevelt y Lodge.

Capitán Naval, Alfred Thayer Mahan.

La república original fue planeada cuidadosa, y abiertamente, en The Federalist Papers: no íbamos a tener una monarquía y no íbamos a tener una democracia. Y hasta la fecha no hemos tenido ninguna. Durante 200 años hemos tenido un sistema oligárquico en el que los grandes propietarios salen ganando y los otros que se apañen solos. O, como dijo Brooks Adams, el único problema de nuestra clase dirigente es el si coaccionar o sobornar a las masas. La llamada Gran Sociedad sobornaba; hoy la coacción sigue vigente. Felizmente, nuestros neoconservadores mongoloides favorecen solamente medios de coacción autoritarios, nunca totalitarios.

A diferencia de nuestra república, el imperio fue en gran parte forjado en secreto. El capitán Mahan, en una serie de conferencias brindadas en el Colegio de Guerra Naval, comparó los Estados Unidos con Inglaterra: Las dos eran esencialmente estados islas que podían prevalecer en el mundo sólo a través del poder naval. Inglaterra ya había probado esta tesis. Ahora los Estados Unidos debía hacer lo mismo. Debemos construir una gran fuerza naval para poder adquirir posesiones en ultramar. Ya que las grandes potencias navales son expansivas, la riqueza de las nuevas colonias debe ser utilizada para pagar por nuestra flota. De hecho, mientras más colonias sean adquiridas, más son los buques; mientras más son los buques, más grande el imperio. La tesis de Mahan es agradablemente circular. Y demostró entonces cómo la pequeña Inglaterra había terminado quedándose con la mayor parte de África y toda Asia del sur, gracias a su fuerza naval. El creía que nosotros debíamos hacer lo mismo. El Caribe fue nuestro primer y más fácil objetivo. Después seguimos la marcha hacia el océano Pacífico, con todas sus islas. Y por último, a China, que estaba despedazándose como entidad política.

Theodore Roosevelt y Brooks Adams estaban tremendamente entusiasmados por ese prospecto. Para entonces Roosevelt era un mero comisionado de policía en la ciudad de Nueva York, poseedor de grandes sueños de gloria imperial. «Quiere ser,» mascullaba Henry Adams, «nuestro Napoleón holandés-americano». Roosevelt empezó entonces a maniobrar su camino hacia el corazón del poder, el poder naval. Apoyado por Lodge, logró hacerse nombrar Vice Secretario de la Marina, bajo un ministro débil y un presidente benévolo. Ahora estaba bien situado para modernizar la flota y adquirir colonias. Hawaii fue anexada. Luego una parte de Samoa. Finalmente, la Cuba colonial de alguna forma tenía que ser liberada de la tiranía de España. En el Colegio de Guerra Naval Roosevelt declaró: «Prepararse para la guerra es la forma más efectiva de promover la paz».―¡Qué familiar suena éso! Pero como en junio de 1897 los Estados Unidos no tenía enemigos, un contemporáneo podría preguntarse que ya que estábamos en paz con todo el mundo, ¿para qué prepararse para la guerra? Hoy somos, por supuesto, lo que él soñó que fuésemos: una nación armada hasta los dientes y hostiles con todos. Pero aquello que con Roosevelt fue un diseño de adquirir un imperio, para nosotros es hoy un medio para transferir dinero del Tesoro de los Estados Unidos hacia las varias industrias, las cuales a su vez pagan por las elecciones del Congreso y de Presidente.

Nuestros imperialistas de a principios de siglo pueden haber estado equivocados, y yo creo que lo estaban. Pero eran hombres inteligentes con un plan, y el plan funcionó. Ayudado por Lodge en el Senado, Brooks Adams en la prensa, el Admiral Mahan en el Colegio de Guerra Naval, el joven Vice Secretario de la Marina comenzó a aumentar la flota naval y a buscar enemigos. Después de todo, Brooks Adams proclamaba: «la guerra es el solvente.» ¿Pero guerra contra quién? ¿Y para qué? ¿Y dónde? En cierto momento, Inglaterra parecía un buen enemigo. Teníamos con ellos un problema de fronteras en Venezuela, que significaba que podíamos invocar toda la Doctrina Monroe (la invención de John Quincy Adams, el abuelo de Brooks). Pero como parecía una guerra perdida para nosotros, no ocurrió nada. Sin embargo, Roosevelt siguió con su bombo y platillo: «Ningún triunfo de paz», gritaba, «puede igualarse con el triunfo de la guerra». También ésto otro: «Debemos apoderarnos de Hawaii en aras de la raza blanca». Hasta Henry Adams, quien hallaba a T.R. un tanto cansón y a Brooks, su propio hermano, brillante pero loco, declaró de repente: «En los próximos cincuenta años... la raza blanca tendrá que reconquistar los trópicos por medio de la guerra y la invasión nomádica, o serán callados al norte del paralelo 50». Así, hacia el final del siglo, nuestras más distinguidas voces ancestrales no profetizaban sino que oraban por la guerra.

Un buque de guerra, el Maine, estalló en el puerto de La Habana: Responsabilizamos a España; y así adquirimos lo que John Hay llamaba «una espléndida guerrita». Liberaríamos a Cuba; correríamos a España del Caribe. En lo que respecta al Pacífico, aún antes de que el Maine fuera hundido, Roosevelt le había ordenado al Comodoro Dewey y su flota dirigirse a las Filipinas españolas... por si acaso. España colapsó pronto, y así heredamos sus colonias del Pacífico y el Caribe. El plan del almirante Mahan funcionaba triunfalmente.

Con el tiempo le permitimos a Cuba la apariencia de libertad, en tanto nos aferrábamos a Puerto Rico. Luego, el presidente William McKinley, después de tener una profunda plática con Dios, decidió que también nos quedáramos con las Filipinas, para poder, dijo, cristianizarlas. Cuando le recordaron que las Filipinas eran católico-romanas, el presidente dijo: En efecto; debemos cristianizarles. A pesar de que los nacionalistas filipinos habían sido nuestros aliados contra España, pronto les traicionamos a ellos y a su líder Aguinaldo. Como resultado nos tardamos varios años en conquistar las Filipinas, y miles de filipinos murieron para que nuestro imperio creciera.

La guerra fue una idea de Theodore Roosevelt. Rodeado de la flor y nata de la prensa norteamericana, lideró a un grupo de llamados Rough-Riders sobre una lomita en Cuba. Por este montaje proto-foto se convirtió en héroe nacional, gobernador del estado de Nueva York, compañero de fórmula de McKinley y, cuando McKinley fue asesinado en 1901, en presidente.

No a todo el mundo le agradaba el imperio. Después de Manila, Mark Twain pensaba que las barras y estrellas de la bandera estadounidense deberían ser cambiadas por una calavera y unos huesos cruzados. También dijo: «No podemos mantener un imperio en Oriente y mantener una república en América». Tenía razón, por supuesto. Pero como sólo era un escritor que decía cosas chistosas, fue ignorado. El compulsivo y vigoroso Roosevelt defendía nuestra guerra contra la población filipina, y atacaba a aquellos como Twain. «Todo argumento que pueda hacerse por los filipinos puede hacerse también por los apaches», explicaba, con su precioso don para la analogía. «Y toda palabra que pueda ser dicha por Aguinaldo puede ser dicha por Toro Sentado. Así como la paz, el orden y la prosperidad siguió a nuestra expansión sobre la tierra de los indios, así también seguirán en las Filipinas».

A pesar de las críticas de algunos pocos, los Cuatro Jinetes se salieron con la suya. Los Estados Unidos eran un imperio mundial. Y uno de los jinetes no sólo llegó a ser presidente por hacerla de metiche piadoso en el conflicto ruso-japonés, sino que a nuestro grandioso apóstol le fue concedido el premio Nobel de la paz. Uno nunca debe subestimar la ironía escandinava.

Los imperios son organismos inquietos; deben renovarse constantemente; si un imperio empieza a perder energía, morirá. No por nada los hermanos Adams estaban fascinados por la entropía. Energía. Fuerza. Brooks Adams, como era usual en él, dijo lo indecible: «Las leyes son una necesidad», declaró. «Las leyes son hechas por los más fuertes, y deben y deberán ser obedecidas». Oliver Wendell Holmes Jr. halló en ella una maravillosa observación, mientras que el filósofo William James llegaba a una conclusión similar, misma que también puede ser detectada como un dinamo invisible, al seno de las novelas de su hermano Henry.

26vo. Presidente de los Estados Unidos de América, Theodore Roosevelt

De acuerdo a Brooks Adams, «El problema más difícil de nuestra era moderna es, incuestionablemente, cómo proteger la propiedad privada bajo un gobierno popular». Los Cuatro Jinetes se preocuparon mucho por esto. No tenían por qué hacerlo. Nunca hemos tenido un gobierno popular en el sentido que ellos temían, ni tampoco estamos en peligro ahora. Nuestro único partido político tiene dos alas derechas, una llamada Republicana y la otra Demócrata. Pero Henry Adams se dio cuenta de esto allá por 1890. «Tenemos un sistema único», escribió, y «en ese sistema la única cuestión es el precio con el cual será comprado y vendido el proletariado, el pan y circo». Pero nada de esto era de conocimiento público. Públicamente, los Cuatro Jinetes y sus camaradas hablaban de la misión estadounidense de traerles a todo el mundo paz y libertad, por medio de la esclavitud y la guerra si fuera necesario. En lo privado, su temor constante era que las débiles masas pudieran combinarse algún día contra los pocos fuertes, sus líderes naturales, y arrebatarles su dinero. Ya para las elecciones de 1876 el socialismo era visto como un vasto demonio al que nunca le sería permitido corromper a las sencillas mentes norteamericanas. Cuando el cristianismo fue invocado como el enemigo natural de aquellos que quisieran limitar a los ricos y sus juegos, la combinación de la cruz y el símbolo del dólar fue―y aún es―irresistible.

Durante la primera década de nuestro desagradable siglo, el gran hecho categórico era el colapso interno de China. ¿Quién recogería los pedazos? Gran Bretaña agarró Kowloon; Rusia estaba comprometida al norte; la flota del Kaiser merodeaba la costa de China; Japón se modernizaba, tomándose su tiempo. Aun cuando Theodore Roosevelt vivió y murió siendo un racista, los japoneses estaban embelesados con él. Después que éstos hundieron la flota rusa, Roosevelt decidió que tenían que ser respetados y temidos a pesar de ser una raza inferior a la nuestra. Para aquellos norteamericanos que sirvieron en la Segunda Guerra Mundial, era un asunto de fe―para 1941, en todo caso―el creer que los japoneses nunca ganarían una guerra moderna: debido a sus ojos rasgados, nunca serían capaces de manejar un avión. Fue entonces que hundieron nuestra flota en Pearl Harbor.

Patrioterismos aparte, Brooks Adams era un buen analista. En la década de 1890 escribió: «Rusia, para sobrevivir, debe pasar por una revolución social interna y/o expanderse. Intentará moverse a la Provincia de Shansi, la recompensa más rica del mundo. Si Rusia y Alemania llegaran a combinarse...» Esa era la pesadilla de los Cuatro Jinetes. En una época en que la gente sencilla temía el auge de Alemania sola, Brooks Adams veía un mundo ulterior polarizado entre Rusia y los Estados Unidos, con China como recompensa común. El poder marítimo americano versus la masa terrestre rusa. Este es el porqué, ya en serio, él quiso extender la Doctrina Monroe al Océano Pacífico. Para él, «la guerra [era] la forma máxima de una competencia económica».

Estamos hoy al final del siglo veinte. Inglaterra, Francia y Alemania han desaparecido todas del escenario imperial. China está hoy recomponiéndose, y Confucio, el más grande pensador político, está presente otra vez en el centro del Reino del Medio. Japón tiene el poder financiero del mundo y quiere masa terrestre; China parece querer hoy hacer negocio con su antiguo enemigo. Guerras del tipo que gustaban los Cuatro Jinetes resultan, si ya no posibles, imprácticas. Las conquistas de hoy son transacciones de capitales por computadora y la manufactura de aquellas cosas que la gente en todas partes están deseosas de comprar.

El historiador estadounidense Peter Charadon Brooks Adams

He hablado muy poco sobre los escritores porque los escritores han figurado poco en nuestra historia imperial. Los fundadores de la república y el imperio escribían bien: ―Jefferson y Hamilton, Lincoln y Grant, T.R. y los Adamses. Las figuras públicas de hoy ya no escriben sus propios discursos ni escriben libros; hay también cierta evidencia de que tampoco los leen.

No obstante, al alba del imperio, por un breve instante, nuestros escritores profesionales intentaron hacer la diferencia. Upton Sinclair y compañía atacaron los excesos de la clase dominante. Theodore Roosevelt acuñó la palabra «muckraking»** para describir lo que hacían. Y no lo dijo como halago. Desde entonces pocos de nuestros escritores han escrito sobre temas de interés público; y como tampoco fueron tomados en serio, han terminado por no tomarse ellos mismos en serio, al menos como ciudadanos de una república. Después de todo, la mayoría de escritores son pagados por universidades, y no es muy prudente ser crítico de un Estado-cuartel que gasta tanto dinero en tantas de ellas.

Cuando a Confucio le preguntaron qué sería lo primero que haría si le tocara dirigir el Estado―su sueño nunca realizado―dijo: rectificar el idioma. Esto es sabio. Es sutil. A medida que las sociedades decaen, el idioma también decae. Las palabras son utilizadas para encubrir, no para iluminar, las acciones: uno libera una ciudad destruyéndola. Las palabras son utilizadas para confundir, para que a la hora de ir a elegir la gente vote solemnemente contra sus propios intereses. En última instancia, las palabras son a veces retorcidas de tal forma que justifiquen un imperio que ya ha cesado de existir, mucho menos que tenga sentido. ¿Es todavía posible la rectificación de nuestro sistema? Henry Adams no lo creía así. En 1910 escribió: «La fibra entera de la sociedad se echaría a perder si de veras echáramos mano de nuestras podridas instituciones». Y luego añadió: «De arriba a abajo todo el sistema es un fraude, lo sabemos todos, obreros y capitalistas por igual, y todos somos consentidores de ello». Desde entonces, lo de consenso se ha desgastado; y nos hemos empobrecido y nuestra gente está resentida.

Para poder mantener una carrera armamentista por treinta y cinco años es necesario tener un enemigo temible. Desde la invención del Mago de Oz los publicistas norteamericanos no habían creado algo tan demente como la idea de que la Unión Soviética es un imperio monolítico y omnipotente cuyos tentáculos están en todas partes sobre la tierra planeando nuestra destrucción, la que de seguro ocurrirá a menos que constantemente les imitemos con nuestra maquinaria de guerra y sus servicios secretos.

Es un hecho que la Unión Soviética es un país de segunda con una capacidad militar de primer mundo. Metámosle miedo lo suficiente a los rusos y a poco nos volarán por los aires. De la misma manera, a medida que nuestra república comienza ahora a ceder bajo el inmenso gasto que significa mantener una fuerza imperial ociosa, es posible que nosotros les volemos a ellos. Especialmente si tuviésemos un presidente que de veras sea un doble-converso cristiano, que crea que todas las buenas gentes se van al cielo (hacia donde se dirigían de todas maneras) y que los malos se irán a donde pertenecen. Afortunadamente, hasta la fecha, sólo hemos tenido hipócritas en la Casa Blanca. Aunque nunca se sabe.

Peor aún que el no-tan-real prospecto de una guerra nuclear―deliberada o accidental―es el colapso económico de nuestra sociedad por el hecho de haber desperdiciado nuestros recursos en lo militar. El Pentágono es como un hoyo negro; lo que entra se pierde para siempre, y ninguna nueva riqueza es creada. Por lo tanto, nuestras ciudades, cuyos centros son inhabitables; nuestro índice criminal, el más alto del mundo occidental; un sistema de educación pública que se ha agotado... ya conocemos la letanía.

Existe hoy una sola salida; ha llegado el momento para los Estados Unidos de hacer causa común con la Unión Soviética. Juntar la masa terrestre soviética (con todos sus recursos naturales) y nuestra isla imperio (con todos sus recursos tecnológicos) sería de gran beneficio para sus respectivas sociedades, por no decir el mundo. Asimismo, recordando a los Cuatro Jinetes que nos legaron el imperio, la Unión Soviética y nuestra sección de Norte América combinadas serían un buen oponente, industrial y tecnológicamente, para el eje Sino-japonés que dominará el futuro, al igual que Japón domina el mundo del comercio en la actualidad. Pero allí donde los jinetes veían la guerra como el supremo solvente, hoy sabemos que la guerra es peor que inútil. Por lo tanto, la alianza de las dos grandes potencias del hemisferio norte redoblará la fuerza de cada uno y nos brindará, trabajando juntos, una oportunidad de sobrevivir, económicamente, en un mundo asiático altamente centralizado.

                   (Enero de 1986)


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Publicado originalmente en revista SFVoces.com, de San Francisco, California. Julio 1997.


** Muckraking: rascabasura; nombre peyorativo para designar a aquellos escritores y periodistas que escriben sobre las movidas y chanchullos de figuras públicas.

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