Voces y cantos de profundidad humana: «Desenterramientos y otros temas libres», poesía de Salvador Juárez

Portadas originales del poemario de Salvador Juárez, 1986.

De ser posible graduar las evoluciones en la trayectoria de un poeta y su obra, probablemente se arribara a la conclusión de que la «voz épica» es el punto culminante, el máximo escalón al cual poder aspirar en tan difícil oficio. Esto significa que se ha superado el espinoso asunto de bregar entre glifos y fonemas, para encontrarse el oficiante, con voz firme y sabia, ante el verdadero tema o argumento que le exige la sensibilidad, sean estos los viejos y conocidos temas humanos de siempre, no obstante vistos bajo la óptica peculiar del escritor. Y justamente en esa conjunción de elementos ―sensibilidad, oficio y visión― estriba el alcance cualitativo estético y humano, que revela la profundidad y pureza de la voz épica de un poeta. 

El poeta salvadoreño Salvador Juárez (Apopa, 1946) alcanza el punto máximo de su voz poética, por tanto de su sensibilidad y oficio, en su poemario Desenterramientos y otros temas libres, libro escrito entre los años 1980-85 y rescatado en México, en 1986. Entre sus páginas el poeta nos revela una firme actitud estética hacia su entorno histórico y espiritual, madurada por la experiencia y presentada en una escritura clara, desenfadada, en ciertos momentos vernácula, pero siempre y ante todo, descubriendo e iluminando nuestra conciencia en el proceso. Es decir, recordándonos constantemente de aquello que a menudo parecemos prescindir: nuestra humanidad.

Su escritura nos presenta al hombre, su vida, su espíritu y su conciencia poética, pero aglutinado todo ello bajo un trasfondo colectivizado donde cada observación, cada sentimiento, cada punto de vista y cada lección de vida aprendida, se convierte en un trasunto compartido. 

Acaso resultaría innecesario intentar hacer referencias históricas o académicas en relación con el aspecto técnico del lenguaje usado en este libro ―que por cierto son muchas. Ecos de Czeslaw Milosz, el poeta polaco acreedor al premio Nobel de literatura de 1980, con sus cantos alegóricos sobre el genocidio europeo durante la Segunda Guerra Mundial, parecen encontrarse entre estos poemas; de la misma forma, aunque más próxima a su entorno histórico, nos encontramos con la tradición combativa y comprometida de Oswaldo Escobar Velado y el de la llamada Generación Comprometida, generación de poetas que le precede al escritor Salvador Juárez, al menos en lo referente a su desarrollo en el oficio poético. No obstante, baste decir que el lenguaje y el espíritu que impulsan la gran mayoría de estos poemas vienen cargados del elemento imprescindible de la experiencia humana. Precisamente porque estos poemas representan en su contexto poético y en su actitud intimista y humana, una forma de vida y una muestra cualitativa de conciencia individual. Su escritura nos presenta al hombre, su vida, su espíritu y su conciencia poética, pero aglutinado todo ello bajo un trasfondo colectivizado donde cada observación, cada sentimiento, cada punto de vista y cada lección de vida aprendida, se convierte en un trasunto compartido. 

Por otro lado, el aspecto de mayor preocupación para el autor, y aquel que pronto se ocupa de abordar: la identificación del poeta con su pueblo. La función entrañable del bardo y su entorno histórico, la impostergable urgencia de escarbar en la terrible realidad social de la cual es testigo y partícipe, lo llevan a desenterrar a través de su canto ―canto en ocasiones triste, a veces cargado de amarga ironía― aquellos detalles vitales con los cuales el poeta intenta desesperadamente hacer mella en el corazón de ese pueblo que él ama de la forma más profunda:

     Estos son los desvaríos
     los bocetos de otras circunstancias,
     los palimpsestos de aquel puño y letras:
     lo que fui despegando, hojita tras hojita,
     de aquel corazón entre papeles fermentados por la tierra,
     diseminados hoy en este suelo para acabarlos de secar
     con el calor de mi cuarto.

     De repente me inunda un olor a guarapo que me embriaga
     que me hace delirar de hermosos y terribles recuerdos:
     que me apura a ir pasando en limpio ―aunque siempre a la carrera―
     estos desenterramientos que me queman de amor.


El poeta salvadoreño Salvador Juárez.

Allí está entonces el poeta seleccionando con amor las herramientas de la cordura, desenterrando con cariño bajo una luz de tristeza y con la desesperación de conocer la profundidad de la ira de la violencia inminente, los signos de la razón, para presentarlos luego ante Dios y ante los hombres e intentar hacer de ellos instrumentos de fraternidad y amor.

El poeta persiste en tocar con detalles colectivos de vida el corazón de ese pueblo que se pretende salvar, y con la inquebrantable esperanza de encontrar el eco moral de otros hombres que, como él, aman también a su pueblo. Tal es el oficio del poeta en su expresión más literal.

     Cuando uno sabe lo que viene
     cuando uno, vaya, camina la misma calle
     y ve la misma luz, la misma gente que dice lo que uno está pensando,
     lo que vos ya habías visto, hasta ese leve menearse de las veraneras
     sobre el trascorral descascarado por los inviernos,
     que te despabilan con el mismo viento en tu rostro
     y te hacen exclamar en silencio por todo eso que ya habías vivido antes…


Más adelante encontramos la voz del oficiante hablándonos con desenfado de lo que se ha visto ya en las profundidades, ahora de una historia de violencias e injusticias. Sin el ruido antagónico en la voz de una retórica pedagógica y sensacionalista, sino más bien con la parca naturalidad de un narrador, el poeta declara con franqueza los pormenores de una muerte familiar e inminente, que es la muerte colectiva de un pueblo anunciada por la voz antigua y omnipotente del poeta.

     De pronto ―dicen otros infolios de mí―
     incorporóse por un momento y levantó su cabeza,
     enseñando al aire su cara deshecha por una bestia.
     No sabemos desde qué fondo de su conciencia hablaba aún,
     descoagulando su sangre al intentar decir otra vez: amor, amor, amor…
     Entre su piel y sus sueños molidos salía guturando la humanidad.
     La jerigonza de moribundo era contra las moscas
     y los curiosos que no lo entendieron jamás.
     Y la agonía no era su pellejo, sino esa noche que pasó sin contar las horas
     que fue su eternidad oscura.

Si bien es difícil encontrar dentro de la estructura formal de este libro un hilo conductor estético que nos guíe a través de los distintos niveles y visiones que Salvador Juárez propone y brinda al lector de poesía, lo cierto es que el libro «funciona» dentro de una suerte de esquema poético, debido a la claridad y firmeza en la voz del poeta quien matiza voces y temáticas dependiendo del estado de ánimo en función. Incidentemente, quizá sea en este nivel donde parte del andamiaje estético sufre debido al orden estructural del libro, que más bien parece sufrir de la mano de un editor inexperto.

No obstante esa deficiencia estructural del poemario, nos remitimos luego a la voz del poeta Juárez, voz y canto que se torna aquí y allá en un himno íntimo y melancólico, pero lleno de vitalidad y esperanza. Voz que insiste en estallar en un canto de vida vernáculo y orgánico, aquello que cree firmemente nos hará reaccionar en la intimidad de nuestra humanidad: la opción individual de buscar la luz y la cordura a través de esos signos, en los momentos más oscuros y eternos de nuestra historia, que es la historia de todos.

En su poema “Llueve” se hace evidente esa voz:

     (Y pensar que a guacaladas he agarrado las estrellas
     de pie bajo las copas de un roble,
     pispileando como las luciérnagas, chispeando de asombro, ahí,
     donde no se ven ni las manos por la oscurana.
     ¡Esas luces fatuas tiritan como la esperanza en el silencio de los montes!)


O en su poema “Sobre las calamidades de las manos”, del cual tomamos un extracto para ilustrar las características de esa voz orgánica y esencial:

     Si el poeta ya hizo un libro sobre las calamidades de sus manos,
     yo sólo quiero decir que me sentí inútil para agarrar el hacha.
     Veía siempre al que rajaba leña, con temor de que el filo
     le diera con su fuerza en la pantorrilla,
     como jamás olvidaré el traquido de un hueso,
     como palo-de-fibra tronchándose,
     cuando en una hamaca bajaron del volcán
     al niño que siendo un cipote
     era aquel hombre que no se le tancaba el quejido
     por la vida que venía chorreado pálpitos por todo el camino…
     Recuerdo que le dieron dos yemas de huevo
     como soles crudos para encender sus ojos
     que nadaban como los más tristes nardos.


Es a este nivel donde el lenguaje toma su matiz vernáculo y combativo; es allí también donde encontramos la mayoría de los poemas que se perfilan con el conocido canto beligerante y deseoso de justicia que dominó gran parte de la poética salvadoreña en la década de los ochenta. Sin embargo, no podemos pasar por alto el hecho de que este libro fue compuesto entre el lustro 1980-85, años difíciles y homicidas del conflicto salvadoreño; además del hecho de que el poeta experimentó en su vida personal persecución, encarcelamiento, y finalmente el exilio (1985-87) en México. 

Pero es el título mismo del poemario el cual desembaraza de una temática particular el conjunto presentado: Desenterramientos y otros temas libres. En él encontramos reflexiones e imágenes sobre el amor, el exilio, la nostalgia por la patria, que en cierta manera es una reflexión sobre la infancia propia, la solidaridad encontrada en el exilio en los momentos más difíciles de la existencia, lo mismo que reflexiones de amor fraternal y de intimidad familiar, que en conjunto constituyen la trayectoria biográfica del poeta Juárez (su hermano, el excelente poeta Hildebrando Juárez murió de un paro cardíaco a escasos 45 años). Poemas como “No hace ni treinta días, mi hermano”, “Humanidad”, “Hoy lavé mi ropa chuca”, ilustran a cabalidad estos últimos niveles reflexivos mencionados.

El libro Desenterramientos y otros temas libres del poeta Salvador Juárez es ciertamente un libro de considerables alcances poéticos y por tanto uno de gran envergadura en el ámbito de la poesía salvadoreña. Es un poemario que representa la plenitud y madurez de este humilde oficiante del arte poético, alcanzados a través del constante bregar en el oficio y de la persistente búsqueda interior con el firme objetivo de encontrar una comunión entre los hombres. Libro de excelentes cualidades estéticas que ponen de manifiesto la profunda sensibilidad de este poeta, trabajador del verbo que nos habla con voz férrea, sabia, persuasiva, humana, en ocasiones pletórica de humor, y sobre todo, amante.

Estamos pues ante un poeta de oficio, voz y sensibilidad. Salvador Juárez es un poeta cuyo canto de dimensiones épicas es menester ahora escuchar. Su elegía de gran intensidad espiritual y humana nos revela las sangrantes aristas de nuestras fallas, las cimas imperfectas de las cualidades humanas y la imposibilidad de vivir sin amor.


ARMANDO MOLINA
San Francisco, California, 7 de febrero de 1996.


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▪︎ Publicado originalmente en Diario Co-Latino de El Salvador (13-06-1996).

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