El misterio maldito del arte


LaSalle no contestó. Por un instante su mirada vagó sin interés fijo por la habitación, hasta finalmente posar sus ojos en unas piezas trabajadas en madera y metal que descubrió en un recodo junto al misterioso andamio. Eran unas masas amorfas, rugosas. Y le llamaron la atención.

—¿Y esas piezas que tenés allí? —las señaló con la mirada.

—Forman parte de la nueva serie que estoy preparando.

—Pensé que esa era más bien la que está oculta tras ese andamio. Todo un Miguel Angel pipil, Carrasco. —agregó bromeando.

Éste apreció la broma y se echó a reír.

—Es la serie en que trabajo desde hace más de dos años —prosiguió Carrasco. —Es el mismo proyecto que te conté. Las piezas de pequeño formato son parte de un todo.

—¿Ensayos? —preguntó LaSalle.

—No. Más bien son variaciones. La misma cosa, pero bajo distintos estados de ánimo.

LaSalle se inclinó para mirarlas de cerca. Pasó la palma de la mano por el contorno rugoso de una de las piezas. Estaba hecha de metal bruñido en ciertas partes y podía verse la soldadura de la juntura que había sido pulida con esmero. Era un cuidado febril que se comprimía en aquella oculta cicatriz del material. Pero era allí donde convergía la vitalidad del artista.

—¿Qué clase de variaciones son estas criaturas tuyas, Lico?

—Como te dije, son versiones distintas del mismo estado de ánimo. La intensidad la mido por el tamaño de la pieza.

Esta vez fue LaSalle quien miró atento a su amigo: lo vio allí, febril y vulnerable bajo el inmenso peso de aquella ciudad a la que se empeñaba en reclamar como suya. Gigantesco como su escultura, enfrentado ante la cruel realidad de aquel rabioso rincón del planeta donde podía jugar a su antojo con aquel crudo material de tan alto precio moral y humano. Lo recordó de pronto allá en Barcelona, más juvenil, con sus eternos libros de arquitectura bajo el brazo, hablando de urbanismo y de los mapas militares de la época del General Filísola que había descubierto en los Archivos de Sevilla.

—Me han invitado a exponer en una galería de Sao Paulo —agregó Carrasco, interrumpiendo sus vívidos recuerdos. —Y estas son algunas de las piezas que pienso llevar.

—¿Están terminadas, entonces? —preguntó LaSalle, mirándolo ahora, raro y artístico, como la esencia que proyectaba su atelier de San Salvador.

—A decir verdad, no estoy seguro. ¿Pero cómo está uno seguro de cuando la pieza está acabada? —Carrasco se encogió de hombros para enfatizar su franqueza.

—Sí, sí, lo entiendo —se apresuró a agregar LaSalle. —No son lo que se dice “lindas de mirar”, eh —declaró después de observarlas con más atención.

—Lo que sí te confieso es que son pesadas.

—¿De veras? ¿A propósito?

—El peso de la muerte —dijo Carrasco, y se rio incómodo.

—Comprendo. Veo que has estado haciéndote daño también.

—Se me pasa la mano de vez en cuando.

—¿Cómo llegaste hasta ahí?

—El tesoro de la imaginación.

—Habrá sido como morirse, ¿no? Saber que la muerte tiene una densidad definida. Pesos, color, olor...

—El olor es brutal. Repugnante. —declaró Carrasco categóricamente.

—Parecés conocerlo bien.

—De primera instancia —dijo Lico Carrasco sonriendo, misterioso. Al observarlo, LaSalle concluyó que a su amigo no le iba bien aquel aire de misterio. Su rostro era todo sinceridad y aquella otra actitud ensombrecía la virtud de la verdad en su persona.

LaSalle se rio brevemente. Lico Carrasco le miraba ahora a él, abiertamente evaluando su conducta presente ante su declaración. LaSalle se preguntó qué veía su amigo escultor en aquel momento; quería pedirle que se lo explicara en términos menos crípticos, o que le brindara una declaración más abierta, más sincera, como la expresión de su rostro era entonces.


Armando Molina
Epicentros
Editorial Solaris

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