EPICENTROS XVIII

FOTO: Joel Peter Witkin (EUA).

Debió imaginarlo. Aún antes de verlos aparecer él sabía a lo que venían. El gordo de camisa roja a cuadros lleva lentes oscuros; tiene tatuado un corazón púrpura sangrante en el antebrazo derecho. El otro de la cara hinchada también va con lentes de montura negra; delgado, de cuerpo juvenil, con un bigotito virgo en su rostro rojo y aindiado surcado de barros y cicatrices. Su mirada traspasa las gafas oscuras. Al tercero lo ve cuando ya lo tiene encima. “¡Agarrá a este hijueputa, Chamba!”, grita el de la cara hinchada al tercero y su eco desencadena la tragedia.

Siente el golpe de lleno en el rostro que le hace ver chispas y unas manchas azules inmensas. Resistiéndose, como puede, él lanza una desesperada patada que le da al gordo en la boca del estómago. Su pie, pusilánime, sin fuerzas, se hunde en la grasa esponjosa de la barriga del hombre. “¡Venís gallito, cabrón!”, brama el gordo. “Detenémelo, Chamba”, le dice al de la cara hinchada.

Vuelve a recibir otro golpe más fuerte y metálico en el mismo sitio que el anterior, y esta vez siente el olor caliente de la sangre y su esencia viscosa deslizársele por el pecho. El siguiente golpe le deja sin respirar; su cuerpo de desinfla lentamente, como el de un maniquí de plástico, hasta doblarse vencido, exhausto.

“¡Quitale la camara, Chiliyo!”, ordena el Gordo al de la cara aindiada llena de barros.

Ahora recibe una patada en el pecho. Pero el dolor ya no existe más en su mundo interior ni en su centro de vida. Se revuelca gozoso en la inmolación de su cuerpo. Alguien le destraba la cámara del cuello y le roza con la hebilla del tirante, cortándole el cuello. Después, otro puñetazo violento que le duerme la mandíbula.

“¡Mirame bien, cerote! ¿Me oís?”, le está diciendo el Gordo y siente su fétido aliento a fritanga y cebollas. “Aquí a todos les cae parejo, pendejo. ¿Quién putas crees que sos con tu camarita de culero?”

A lo lejos, desde una distancia abstracta que sólo existe en su miedo interior, se oye gritar: “¡Matame, hijueputa, mejor matame, culero! ¡No se te ocurra dejarme hecho mierda!”.

“Dejenlo... ya dejenlo”, cree oír decir. Está ciego. Siente el odio confabulado, frío, secarle la boca.

Sus verdugos parecen satisfechos. Él quiere insistir. Quiere abrir la boca. Pero no puede. La tiene pegada, sanguinolenta, amarga. No hay dolor, se dice casi alegre. Entre el caos de dolor y la cólera, sospecha que no es cierto. Quiere insultarles, gritarles que son unos mierdas. Entonces oye la orden. Directa. Definitiva: “Terminate a este hijueputa, Chepe”.

De lo que sigue no está seguro. El Gordo lo levanta en vilo, o le ayudan a incorporarse. Mira unos rostros tristes que desaparecen vertiginosos. Después, el cielo. Lejano. Límpido. Y luego se eleva y se eleva hacia el cielo mientras en su corazón anida la certeza de un gran amor. Un rugido caliente le irrita el oído y con un reflejo se lleva la mano a la cabeza antes de caer. Casi inmediatamente siente la mordida feroz en el brazo. La dentellada es brutal.

Silencio profundo, eterno.

Le invade la tristeza como un sutil hálito de esperanza.

Está abrazando a sus hijos un refulgente día de verano.

Es él quien ríe ahora.

Es hora de marcharse, le están diciendo. ¿Hora de marcharse?, pregunta.




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© Armando Molina. 2017

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