VOCES: Kieslowski por Kieslowski

Krzysztof Kieslowski, cineasta polaco / FOTO: Piotr Jaxa (POL).

Director de la famosa trilogía Azul, Blanco y Rojo, Krzysztof Kieslowski, el gran cineasta polaco radicado en París, nos comparte cándidamente algunas reflexiones sobre su visión del mundo y de los hombres. En este texto Kieslowski habla sobre los leitmotivs que transitan por sus filmes y que revelan a un artista visual poseedor de un profundo espíritu filosófico. Murió en marzo de 1996, a escasos 54 años, víctima de un fatal ataque al corazón.
— Armando Molina

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Kieslowski


Sobre El Decálogo

Un día me topé en la calle con mi coguionista. Es abogado, tiene tiempo para pensar, aunque por aquel entonces no podía quejarse de falta de trabajo, ya que había un estado de guerra en Polonia y con él una abundancia de juicios políticos, en los cuales él participaba. Sin embargo, ese estado de guerra concluyó más rápido de lo esperado.

Pues bien, nos habíamos encontrado en la calle: hacía frío, estaba lloviendo y yo había perdido un guante. Piesiewicz dijo: "Hay que filmar El Decálogo. Deberías hacerlo." Estaba claro que se trataba de una idea terrible.

Pieziewics no escribe (eso me toca a mí), pero en cambio sabe hablar y no sólo eso, sino que también sabe pensar. Tenemos la costumbre de pasar muchas horas hablando de nuestros conocidos, esposas, hijos, esquíes y coches e inventando historias para las películas. Muy a menudo es justamente Krzysztof el creador de la idea central de una película, cuya filmación es aparentemente imposible. Yo, como es obvio, me defiendo.

¿Cuál fue el caso de El Decálogo? Me referiré en breves palabras a la situación general en la cual planeamos esta película. En el país reinaban el caos y la confusión -en cualquier área, en cualquier asunto y en casi cualquier vida. Eran palpables la tensión, el sinsentido y la conciencia de que se acercaban tiempos peores. Como entonces yo empezaba a viajar al extranjero, me di cuenta de que dondequiera reinaba la inseguridad, no sólo en lo político, sino en la vida cotidiana, común y corriente. Bajo las sonrisas amables había indiferencia hacia los demás. Me sobrecogía la impresión de que la gente ya no sabía bien a bien para qué vivía. Esto me llevó a pensar que Piesiewicz tenía razón, y que, aunque se tratara de una tarea muy difícil, había que filmar El Decálogo. (...)

La intención de El Decálogo es contar diez historias -inventadas o ficticias, de aquellas que pueden ocurrir en la vida de cualquiera- sobre diez o veinte personas, que en el diario trajín de su vida y al reunirse varias circunstancias muy particulares, se dan cuenta repentinamente de que giran en círculos sin salida y no están realizando lo que realmente anhelan. Nos hemos vuelto demasiado egoístas, demasiado enamorados de nosotros mismos y de nuestras necesidades. Los demás han pasado a un segundo plano. Creemos hacer muchas cosas para nuestros familiares, pero cuando llega la noche nos damos cuenta de que aunque aparentemente nos hemos desvivido por ellos, ya no tenemos fuerzas ni tiempo para abrazarlos, para decirles algo bueno, algo amable. Nos falta tiempo. Nos falta energía. Todo se esfumó sin saber dónde. Pienso que de ahí parte el verdadero problema: ya no tenemos tiempo para mostrar los sentimientos y las pasiones -estrictamente unidas a los sentimientos. La vida se nos va entre las manos.

La vida de cualquier hombre merece atención, tiene sus secretos y sus dramas. La gente no los suele contar porque le da vergüenza, no quiere restregar sus heridas o teme que se le atribuya un sentimentalismo pasado de moda. Nosotros, al empezar cada película, quisiéramos que la cámara escogiera al protagonista como por azar, que fuera uno entre muchos. Primero tuvimos la idea de acercarnos a una cara entre otras cien mil en algún gran estadio. Luego, pensamos en que la cámara enfocara a cualquiera de los transeúntes que forman parte de una muchedumbre, lo tomara y después lo condujera a lo largo de toda la película. Finalmente decidimos que la acción del El Decálogo habría de desarrollarse en una gran colonia, uno de esos palomares formados por bloques de mil ventanas idénticas, de donde partiría la primera toma fílmica. La colonia que escogimos es considerada la más bella entre los barrios nuevos de Varsovia. Justo por eso la seleccionamos. Es bastante horrenda. Ya podrán imaginarse cómo serán las demás. Lo que une a los protagonistas es el hecho de vivir allí. De vez en cuando se encuentran. Piden al vecino una tacita de azúcar.

Las ocupaciones de mis protagonistas son las más comunes. Me concentré en lo que pasaba dentro de ellos, y no afuera. En otros tiempos me preocupaban el mundo que nos rodea y todas las circunstancias exteriores; de qué manera influían en la gente, y cómo la gente influía en ellas. Ahora me interesa cada vez más aquel que entra en su casa, cierra la puerta y se queda solo consigo mismo.

La gente, según yo, tiene dos caras. Una es la que saca a la calle, al trabajo, al cine, al camión o al coche. Esa -sobre todo en Occidente- tiene que ser la cara de un ser enérgico: la cara del hombre de éxito o que está a punto de alcanzarlo, la que mostrará cuando se encuentre con desconocidos. Sin embargo, siempre hay otra cara: la verdadera.

Tal vez existe una definición precisa de lo que es honestidad; según yo, es algo muy complejo. Con frecuencia nos encontramos en situaciones que no tienen salida, y cuando llegan a tenerla, ésta es sólo la mejor, en ningún caso la buena, sino tan sólo menos mala que las otras. Muy raras veces podemos encontrar una salida verdaderamente buena. Por lo general sólo hallamos salidas mejores que las demás. Y esto determina la honestidad. Quisiéramos, o tal vez yo quisiera ser honesto hasta el final, pero no puedo. No podemos ser honestos hasta el final en nuestras decisiones diarias.

Quien alguna vez causó un gran mal, asegura ahora que fue honesto o que no pudo actuar de otra manera. He aquí una de las trampas: la verdadera. Que esto suela ocurrir en la política, no justifica a nadie. Quien se ocupa de política, o de cualquier tipo de actividad pública es públicamente responsable. De eso no hay escape. Siempre nos ven los demás. Si no salimos en los periódicos, por lo menos nos ven los vecinos, la familia, los conocidos y hasta los desconocidos en la calle. En cada uno de nosotros existe también algo como una brújula o termómetro; por lo menos yo lo siento muy fuerte. En todos los asuntos que resuelvo, en todos los acuerdos donde cedo, en todas las decisiones que tomo erróneamente, percibo con claridad la frontera de lo que ya no debo hacer e intento evitarlo. Es seguro que de vez en cuando he cruzado esta frontera, pero por lo menos mi intención ha sido no hacerlo. Esto no tiene mucho que ver con una definición muy precisa del bien y del mal. Cuando reflexionábamos sobre El Decálogo pensábamos mucho en esto. ¿Qué son en esencia el bien y el mal, la mentira y la verdad, la honestidad y la deshonestidad? ¿Qué significan realmente y cómo tratarlos?

Un punto de referencia

Debo añadir que si me refiero a Dios pienso en el del Antiguo Testamento, al cual prefiero: es un Dios exigente, cruel, vengativo, un Dios que no perdona, que en una forma implacable exige que sean conservadas las leyes que impuso, y que, a decir verdad, resultan indispensables para que todo marche bien. El Dios del Antiguo Testamento deja un amplio margen de libertad e impone una gran responsabilidad. Observa cómo usas esta libertad y luego, sin contemplaciones, te recompensa o castiga, y ya no hay ninguna apelación, no hay perdón. Es algo permanente, absoluto. Este debe ser el punto de referencia para quienes, como yo, somos débiles, para los que buscamos, los que no sabemos.

La noción del pecado se refiere a esta instancia abstracta y definitiva, a la que muy a menudo llamamos Dios. Existe también otra noción del pecado, que es el pecado contra uno mismo. Es muy importante para mí, y a decir verdad significa exactamente lo mismo. El pecado surge más frecuentemente de la debilidad, del hecho de que no sabemos resistir a la tentación. (...)

Hay un tipo que da vueltas en todas las películas. No sé quién es. Es un tipo que viene, mira. Nos observa, observa nuestra vida. No está muy contento con nosotros. Viene, observa y se aleja. (...)

Al principio este tipo no estaba en los guiones. En nuestro equipo contábamos con Witek Zalewski como jefe literario, un hombre muy sabio a quien tuve, y sigo teniendo, una gran confianza, y cuando estábamos escribiendo los guiones para El Decálogo él solía repetir:

-Algo me falta, señor Krzysztof, aquí algo falta.

-Pero ¿qué le falta, señor Witek?

-No puedo explicarlo, pero siento que algo falta.

Y así repetíamos y repetíamos y repetíamos. Finalmente me contó una anécdota sobre un escritor polaco llamado Wilhelm Mach.

Pues bien, este Mach, estaba presente en la proyección de una película, y al acabarse comentó:

-Me gustó bastante la película, sobre todo la escena en el cementerio. Me impresionó muchísimo el tipo de traje negro que participó en el entierro.

-Perdone usted, señor, pero allí no había ningún tipo de traje negro -contestó el director.

A lo que replicó Mach:

-¿Cómo que no había? Si estaba parado en el primer plano del lado izquierdo del fotograma, vestido de traje negro, camisa blanca y corbata negra. Luego pasó al lado derecho y se alejó.

-No hubo nadie así- se obstinó el director.

-Lo hubo. Yo lo vi. Además, fue lo que más me gustó en esta película -se empeñó Mach. Diez días después murió.

En el momento en que Witek Zalewski me contó esta anécdota entendí lo que faltaba. Hacía falta ese tipo de traje negro, a quien no todos ven, y que ni el mismísimo director sabe que aparece en la película. Sólo algunos perciben cómo mira, cómo observa. No tiene influencia alguna sobre lo que está ocurriendo y, sin embargo, constituye algo como una señal o un aviso para quienes lo miran, en caso de que lo vean. Entonces introduje a este personaje, a quien, aunque algunos lo llamaban ángel, los taxistas que lo traían al set gritaban: "hemos traído al diablo''. En el guión siempre fue designado como un hombre joven. (...)

Kieslowski durante la filmación de El Decálogo.

Sobre "La doble vida de Verónica"

Una vez se nos ocurrió realizar tantas versiones de Verónica cuantos cines fueran a proyectar la película. Por ejemplo, como en París se exhibiría en diecisiete cines, pues se filmarían diecisiete versiones distintas. Obviamente esto tendría que salir bastante caro -sobre todo en la última fase de la producción: hacer los internegativos, las distintas sincronizaciones, etcétera-; no obstante, teníamos una idea muy precisa para cada una de estas versiones.

Estuvimos divagando mucho sobre qué es una película. En teoría es una cinta que pasa por un proyector a una velocidad de veinticuatro cuadros por segundo. Y justamente el éxito del negocio del cine consiste en la repetición. Es decir, independientemente de que la película se proyecte en un gran cine de París o en la pequeña Mlawa en Polonia o en cualquier ciudad mediana de Nebraska, en la pantalla siempre se ve lo mismo, puesto que la cinta pasa con igual velocidad por todos los proyectores. Nosotros nos cuestionamos: ¿por qué tiene que ser así?, ¿por qué no definir la película como un trabajo manual y que por eso cada versión sea distinta? y ¿por qué no asumir que si vas a ver la versión número 00241b, seguramente resultará distinta de la 00243c? Tal vez su final será un poco distinto, o quizás habrá una escena más larga u otra más corta, o tal vez alguna escena aparecerá únicamente en una versión y no en la otra, etcétera. El guión fue escrito con este fin: filmamos suficiente material para que nos diera la posibilidad de componer distintas versiones y ofrecer la película como producto de un trabajo manual. Luego, resultó que ya no había ni tiempo ni dinero para llevar a cabo el proyecto. Tal vez no fue tan importante el costo. El problema básico resultó ser el tiempo.

Sobre la música de sus películas

No sé nada de música, conozco algo sobre ambientación, pero no sobre la música misma. Aquí Zbigniew Preisner es precisamente el hombre con quien puedo trabajar. Muy a menudo se me antoja poner música donde él considera que sobra. Yo, en cambio, no me imagino que ciertas escenas puedan ir acompañadas de música, mientras que él me presiona para usarla. Y lo hago, puesto que Zbigniew tiene mucho mejor sentido y, en este asunto, su intuición es mucho más grande que la mía. Mi forma de pensar es más tradicional, más banal. Su pensamiento es más moderno y me da sorpresas.

La música cumple una función muy importante en Azul. Muy a menudo filmamos las notas musicales. En cierto sentido esta película trata sobre la música, sobre su creación, sobre el trabajo que ella exige. Para algunos, Julie es la autora de la música que oímos. En una de las escenas la periodista pregunta a Julie: "¿Era usted quien escribía la música de su marido?" Existe pues esta duda. También la copista pregunta en un momento: "¿Será cierto que Julie sólo hacía las correcciones?" Pero no es tan importante si ella es la autora o la coautora, pues, si sólo corrige, es la autora de lo que queda corregido. Y la totalidad supera la versión anterior. Durante toda la película presentamos fragmentos de la música y al final la oímos entera. Una música monumental, grande. En ese sentido la película trata sobre la música. (...)

En los Tres Colores citamos a Van der Budenmajer. Ya lo usamos en La doble vida de Verónica y en El Décalogo. Es nuestro compositor preferido, un holandés del siglo XIX que en realidad nunca existió, pero nosotros lo creamos desde hace tiempo. En realidad lo creó Preisner. Sin embargo Van der Budenmajer tiene fecha de nacimiento y de muerte, y todas sus obras cuentan con números de catálogo que nosotros usamos.


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[ Traducción: Krystyna Libura y Patricia Cárdenas ]


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