ARTE: La verdad en pintura ▪︎ José Luis Pardo

ARTE: Vasily Kandinski (RUS). ´Swinging´, óleo sobre madera. 1925.


La verdad en pintura

Por JOSÉ LUIS PARDO

“Las desavenencias entre filosofía y poesía vienen de antiguo”, escribió Platón. Lo mismo podría decirse de la filosofía y la pintura, y en el mismo contexto: siempre la vieja sospecha de que el pintor no tiene buenas relaciones con la verdad, de que se ve obligado a deformar la realidad para convertirla en cuadro, de que tiene que engañar a la vista pintando las cosas donde no están o como no son, y todo ello en función de unas supuestas prescripciones de la “belleza”, en nombre de las cuales se estaría autorizado a “traicionar” a las cosas para “mejorarlas”, siquiera para hacerlas “verosímiles” allí donde la verdad no se parece a sí misma. Por otra parte, la pintura tiene buenas razones para sospechar de la filosofía: cuando un filósofo la emprende con un cuadro, siempre existe el temor fundado de que el cuadro terminará desapareciendo entre las articulaciones de un discurso en el cual no tendrá más que un lugar accidental, accesorio o auxiliar, en última instancia intercambiable, merced a lo cual se habrá escapado aquello que del cuadro es propiamente pictórico.

Hay, por fortuna o por desgracia, algo en nuestros días que impide continuar la discusión de este modo estéril y miserable; este algo podría describirse diciendo que ya no es tan seguro como en otros tiempos qué sea la pintura (dónde empieza y dónde termina, cuáles son sus géneros canónicos y sus procedimientos pautados), que ciertamente no hay pintor o artista que hoy no sepa que pintar no consiste, ni ha consistido jamás, en reproducir una realidad supuestamente extrapictórica, hecho que constituye en toda su extensión la crisis de la pintura; y también podría describirse diciendo que ya no es tan seguro como en otros tiempos qué sea la filosofía, en qué se distingue de otros géneros de escritura, cuáles son sus fronteras con la ficción o con la ciencia, qué es en ella lo esencial y qué lo auxiliar o accesorio, y que no hay filósofo que hoy pueda ignorar la crisis de la propia filosofía en este punto. Y éste es precisamente el punto en el que se sitúa la obra –puntillosa, puntillista– de Derrida sobre La verdad en pintura, una obra genéricamente tan ambigua como lo son la mayoría de las obras plásticas contemporáneas, un verdadero análogo de lo que en las artes visuales se llama instalación, pero practicado en el terreno del pensamiento.

A la entrada de la instalación, el espectador encontrará las Lecciones de estética de Hegel, que flotan sobre el texto: sólo el arte puede decirnos qué es la belleza (que no existe más que en el seno del arte, es decir, de los productos del espíritu), pero sólo la filosofía puede decirnos qué es el arte, y eso porque ella misma lo presupone desde su mismo comienzo. Bajo este círculo suspendido en el aire se abre un abismo en el que se lee El origen de la obra de arte, de Heidegger, en donde todas las “frivolidades” de la estética (la preferencia por lo sensible frente a lo inteligible, por lo accidental frente a lo sustancial, por lo formal frente a lo material) se hunden en una relación con la verdad en la que a la obra se le encarga la manifestación del ser de los entes desde el fondo inhabitable de una tierra que se resiste a toda penetración. En mitad de la sala, entre el círculo y el abismo, se despliega la Crítica de la facultad de juzgar de Kant, auténtico lugar común del encuentro entre arte y filosofía, pero rigurosamente desmontada: en primer plano, la afirmación en que Kant distingue la obra de arte propiamente dicha de los “ornamentos” y adornos que la complementan, pero que también la distraen, como las florituras del marco en cuyo interior se sitúa un cuadro. Pues, para que una obra pueda ser llamada bella, debe quedar excluido todo goce sensorial y, al mismo tiempo, toda aprehensión conceptual. Para poder desarrollarla toda a lo largo de la sala, y con la misma longitud del diámetro de la circunferencia hegeliana y de la boca del abismo heideggeriano, Derrida somete esta observació de Kant a un proceso cruel de atirantamiento, la hace sufrir la prueba que ella misma propone para las obras de arte: ¿es posible, en el discurso filosófico por excelencia, distinguir lo extrínseco de lo intrínseco, separar los ejemplos, los vestidos, las columnas y los marcos del contenido, especialmente en este caso -el caso del juicio estético puro-, en el cual no hay contenido conceptual ni sensible alguno, en el que se trata de un juicio hecho sin apelar al “goce sensible” ni tampoco a la “claridad intelectual”? ¿O es precisamente ese vacío de contenido sensorial e intelectual lo que exige, como colaboradores necesarios, adornos, ornamentos, marcos, ejemplos? “No sé lo quees accesorio o esencial en una obra, dónde tiene lugar el cuadro, dónde comienza, dónde termina, cuál es su límite interno. Externo. Y su superficie entre dos límites. No sé si el lugar de la Crítica de la facultad de juzgar en donde se define el ornamento no es también un ornamento”.

ARTE: Vasily Kandinski (RUS). ´Abstracción 3´. óleo sobre tela. 1925.

He aquí, pues, el procedimiento de la deconstrucción y también la ilustración de ese tipo de indefinición entre el “marco” y el “cuadro”, entre lo “accesorio” y lo “sustancial” que define la situación crítica de la pintura y de la filosofía en la actualidad. Pero la deconstrucción, indica Derrida, no tiene por misión efectuar un reencuadramiento de las obras (filosóficas o pictóricas), ni tampoco el pretender eliminar definitivamente el marco o soñar con una obra absolutamente “desmarcada”. La deconstrucción quiere justamente, como la mayoría de las instalaciones, desmontar la evidencia de la distinción entre el adentro y el afuera, entre lo extrínseco y lo intrínseco, entre lo esencial y lo accidental, mantenernos en esa perplejidad que produce la sorpresa ante lo presuntamente obvio, que es sin duda el paradójico resultado (del que nada resulta) de la contemplación de las instalaciones. Falta saber si esa “nada” que resulta es -como lo es tantas veces- “absolutamente nada”, o si acaso su vacío es el hueco en donde instalar algo que, efectivamente, por no dar resultado, resulta ser esa verdad que no es reproducción, esa verdad que sólo se puede pintar o ese lugar en donde la verdad pinta algo.

De Heidegger a la Cenicienta

EL texto de El origen de la obra de arte procede de unas conferencias pronunciadas por Heidegger entre 1935 y 1936. En cierto momento, el autor utiliza “como ejemplo” lo que denomina “un célebre cuadro de Van Gogh” en el que aparecen, según su descripción, un par de zapatos de campesino. A continuación, Heidegger hace “hablar” a esos zapatos en un tono de lírica agrícola en el que aparecen todos los tópicos de la vida del campo preindustrial que, a todas luces, constituían en la mente del filósofo una suerte de escenario ideal. Como se trata de uno de los textos más leídos y celebrados de Heidegger, la especulación sobre los dichosos zapatos ha alcanzado cotas oceánicas, desde el día de la publicación del texto hasta la reciente comparación, propuesta por Jameson (El posmodernismo), del cuadro de Van Gogh interpretado por Heidegger con los “zapatos de polvo de diamante” de Andy Warhol.

En 1968, Meyer Schapiro reparó en que el cuadro de Van Gogh al que parece referirse Heidegger (número 255 del catálogo de la Faille) no representa unos zapatos de campesino, sino los del propio Van Gogh, que por esa época era un hombre completamente urbano, lo que parece dar al traste con toda la poética agropecuaria de Heidegger, a quien se acusa de haber metido el pie en el calzado equivocado. Derrida juzga que la crítica de Schapiro no llega a la suela de los zapatos de Heidegger, pero ha señalado otros puntos en los que a Heidegger le aprieta el zapato: ¿qué le hace a Heidegger atribuir esos zapatos pintados, no ya a un campesino, sino a una campesina? El sexo de los zapatos sirve en este caso de entrada a toda la serie de observaciones acerca del fetichismo del calzado descrito minuciosamente por Freud. Y a este detalle se añade otro aún más meticuloso: ¿qué nos hace suponer que esos zapatos son un par, si su deformación sugiere más bien un desemparejamiento? A este nuevo escenario se convocan cuadros de Magritte, Lindner y Miró relativos al calzado, en una saga de posibilidades que Derrida declara aún inconclusa, y en la que sólo falta, por el momento, el desemparejado zapatito de cristal de La Cenicienta. Acaso porque la obra de arte y la filosófica sólo funcionan, como el cuento, cuando falta un zapato, cuando algo “cojea” o no está emparejado, como un calzado que nadie podría ponerse pero que no podemos dejar de probarnos sin éxito. 



José Luis Pardo, escritor y crítico de arte español, frecuente colaborador del periódico El País, de España y de revistas de arte y cultura especializadas en temas de Historia del arte.


© 2005
______________



Comentarios

Entradas populares