Viaje a La Habana (cuento) ▪︎ Reinaldo Castillo Frau
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ARTE: Giovanni Gil (ESA). Monotipo. 2021 |
Dos antiguos amantes; el paso inexorable de los años. El reencuentro fortuito. Luego la cruel realidad, y la infinita posibilidad de poder aún ser feliz. ¿Es realmente posible?
–¿Me permites fumar? –dijo.
"Cuánto habrá cambiado”, pensó él.
–¿Y la gente? ¿Qué te parece la gente? –inquirió él.
–La gente es la imagen de la ciudad.
–¿Y tu corazón? –continuó él.
Ella esbozó una sonrisa, y como estaban próximos al hotel, dijo:
–Ahí está el Deauville.
–¿Qué me dices de tu corazón? –insistió él.
Ella se detuvo y se arrimó al muro. El le buscó las manos, olorosas, tibias, y las besó vehemente. Su boca continuó el largo camino de los brazos, y se puso a beber en los pocitos de miel que salpicaban los hombros. Ella cerró los ojos, y él le besó los labios con besos pequeñitos, y ella abrió la boca, las piernas, y él fue a beberle el gemido en un árido y ansioso beso...
El fue precoz, y se lamentó. Para la mujer, sin embargo, fue divino, como una entrega reservada para ella, por milenios, que todavía descendía tibia por sus muslos.
–¿Nos vemos mañana? –inquirió él.
–Regreso al amanecer.
–¿Mañana? ¿Por qué este último instante?
–Después de tanta ausencia presentarme así de pronto, y a lo mejor tú todavía con esas ideas. Me suenan tus palabras: “Te vas y es el olvido.”
–Estabas obnubilado por aquellas obsesiones y fiebres. Nadie olvidó: las madres no olvidaron a los hijos, los hijos no olvidaron, los hermanos no olvidaron, no olvidaron los tíos, los sobrinos...
–Mucha gente buena se fue, gente sencilla, ilustrada; no todo era escoria como decían.
El quedó en silencio.
–Y ahora regreso y me encuentro esta Habana triste y gris, la gente habladora, quejosa.
–Se han perdido los valores... –dijo él.
–Escribir era tu pasión. ¿Cómo has podido resignarte?
–La escasez limitó la producción editorial, y quedé excedente. Me ofrecieron una plaza de bibliotecario. Otros, se dedicaron a vender pizzas, a taxistas o porteros de hoteles.
–Y ahora a vendedor de libros viejos –intervino ella.
–Te voy a confesar una cosa: un día en la biblioteca, en aquel silencio de sus laberintos, buscando un libro perdido, obnubilado, no encontraba la salida. De pronto, una mano en mi mano me guió hacia la luz. Busqué a mi lado, y nadie. Entonces, vi a un hombre de traje, sombrero y bastón perderse laberinto adentro.
–¡Linda alucinación! –exclamó ella.
–Las bibliotecas tienen sus misterios. Tantas ideas y sueños allí juntos.
–Quien no te conozca, dice, es un alienado.
–No sé si eso es bibliofilia o bibliomanía; siempre en mis manos había un libro. Pedí baja de la biblioteca y busqué una plaza donde montar mis anaqueles. ¡La catedral!, exclamé. Los ángeles andan sueltos por allí, entre turistas, gente ilustrada, pícaros, mercaderes. Los bolsillos se me hincharon. Me olieron, e irrumpieron otros libreros con su arsenal, y tras ellos los inspectores censurando, decomisando. Lié los bártulos, y hacia otra plaza.
Hizo una pausa. Ella, abrazada a él, le oía las palabras y el corazón.
–Tengo una idea –continuó él–: una feria internacional del libro viejo.
–¿De libros viejos? –inquirió ella.
–De libros de otros siglos –aclaró él–. ¡Joyas! ¡Maravillas! ¿Te imaginas? ¡Cuánta gente importante! Una feria aquí en el Malecón, con ventas, subastas, salsa.
–Me choca esa salsa –dijo ella–. Me imagino una feria grave, solemne.
–No es el funeral del libro viejo –dijo él–. ¡Es su fiesta! ¡El final de un milenio! En definitiva, es una de mis locuras.
–El arte es locura –dijo ella–. Me imagino una línea de anaqueles cargados de reliquias: papiros, códices, libros...; y como una continuidad, libros modernos que por su diseño resulten curiosos, originales.
–Sí, desde el papiro a la biblioteca virtual, y también un coloquio para finalizar la función de las bibliotecas y el futuro del libro.
–¿Desaparecerá el libro? Por el camino que vamos...
–No lo creo; hay mil cosas que podrían abordarse en ese evento.
–¿Quién lee? ¿Quién puede comprar un libro? ¿Y quién podría subvencionar esa feria y ese coloquio?
–Alguna institución cultural
–No quiero ser escéptica, pero me parece que el país tiene otras urgencias.
–No sólo de pan vive el hombre.
Hubo otra pausa. Ella encendió un cigarrillo. El miró la noche y recordó una canción de Lecuona: Noche azul, ven otra vez / a que me des tu luz / mira que está mi corazón / ansioso de amor...
El le besó los hombros; ella se estremeció y soltó el cigarrillo. Se besaron largo y profundo.
–Si pudiera detenerse el tiempo –dijo ella– y hacerse esta noche perpetua.
–Para que no te vayas nunca, para que no amanezca.
–¿Te irías conmigo? –inquirió ella.
–¿Irme? –dijo él.
–Sí; conmigo allá.
–¿Hablas en serio?
–Por supuesto. Inauguramos una librería o una editora, lo que desees. Publicamos a jóvenes escritores. De narrativa cubana actual es mejor manjar allá afuera. Hasta sería posible tu feria de libros viejos.
El no contestó; se puso a golpear con los dedos los fierros de la bicicleta.
–¿Qué esperas aquí? –dijo ella–. ¿La llamada de un Mesías?
El continuó callado, ahora mirando hacia la ciudad.
–Allá cada cual en lo suyo –continuó ella–, en su negocio, su bienestar. Los demonios andan sueltos. Allá el desarrollo, la opulencia y la licencia para hacer y decir.
El continuaba observando la ciudad. Pensaba: “Decirle adiós a mi Habana, a mis amigos, a mis libros viejos, a mi buen rocinante”, acarició los fierros de la bicicleta. Miró a la mujer. “Linda todavía...” Miró hacia el mar. “¿Y allá?” Y empezó a oír voces: “Se acabarán tus hambres”. ¿Y en la patria, la dignidad, la vergüenza?” “La patria no es un hombre, una idea; la patria es la tierra, las palmas, los ríos, el barrio, la gente; la patria es más, como dijo Martí, es humanidad”. Pero de todas las voces quizás unos románticos tengan razón: “¡Por el amor de una mujer!” Porque todo se podrá haber jodido, menos el amor.
–Bueno, ¿qué decides? –inquirió ella.
_____________
[ C u e n t o ]
Viaje a La Habana
Reinaldo Castillo Frau
El turista cuestionaba el precio; pero el librero no transigía, le explicaba que se trataba de una edición cubana de 1905.
Prendida al visitante, una muchacha piel ébano jugaba con las cuentas verdes y negras de su manilla. Pensaba en las remuneraciones que había recibido de este hombre blanco, viejo y culto, y cuando llegara al barrio y pusiera en las manos de su mulato los verdes billetes y su corazón.
–Me interesa el libro –intervino una mujer de espejuelos oscuros y sombrero de sol, y ante la incertidumbre, añadió–: Sí, ese que le ofrece al señor.
–Aún no he abdicado, signora –dijo el turista.
–Me parece justo el precio –continuó la mujer.
–Molto bene –dijo el turista, y se dispuso a pagar.
–Ofrezco más –dijo la mujer.
Y se inició una subasta entre los dos, mientras los ojos del librero brillaban por las cifras que iba alcanzando el libro. Por fin triunfó la dama. El librero observó en su alrededor y le enseñó al turista otros libros que escondía en un cofre.
–Meraviglioso! –exclamó el visitante mientras hojeaba un Quijote editado en Madrid en 1865.
No compró; enlazó a la muchacha por la cintura y –Arrivederci! –se despidió.
El librero advirtió que la mujer manoseaba otros libros del anaquel. “Una bibliófila”, pensó, y le mostró los raros y antiquísimos ejemplares.
–Créame, soy una profana –dijo la mujer, y se descubrió ojos y cabeza.
El librero la miró como desde una eternidad. La encontró linda, lánguida como una mujer de Modigliani. La piel con el brillo que tienen las perlas. La verde mirada que le hizo tanto daño. Sólo el tiempo se había empecinado en su pelo que el viento movía como un oleaje de plata. “Ella me habrá examinado”, pensó. “Mis ojos gastados, los dientes descuidados, el asomo de la vejez en las pecas de las manos, huesudo, y ahora en este oficio de vendedor de libros viejos.”
No se atrevió a besarla. Aceptó la mano blanquísima, olorosa, y el esbozo de una sonrisa, la misma todavía, enigmática.
–¿Cuánto tiempo? –inquirió ella.
–Casi veinte –dijo él–; casi el olvido.
–No; nunca se olvida –refutó ella, y añadió–: El tiempo es sólo un alivio.
El miró sobre el hombro de ella cómo empezaba a caer la tarde sobre el Malecón. Se puso a recoger los libros del anaquel y a colocarlos dentro de una caja de cartón. Eran de poco valor, una fachada, porque los valiosos eran los del cofre, y eran nueve, ocultos de los buitres de Patrimonio.
–Casi fue un milagro encontrarte –continuó ella–. Quedan pocos conocidos. Di con Carmen en la guía telefónica. No podía creer que le hablaba desde la propia Habana. No dijo dónde encontrarte.
El colocó la caja y el cofre sobre la parrilla de la bicicleta y los ató con un grueso cordel.
–¿Dónde te hospedas? –se interesó él.
–Hotel Deauville.
–Te invito por el Malecón –propuso él, y ella accedió.
Iban callados mientras la ciudad se llenaba de luciérnagas. “¡Qué estampa!”, pensó él. “Con mi triste figura, una dama de muy buen parecer y una desvencijada bicicleta cargada de libros viejos.”
Tropezaron con disímiles vendedores. Ella se detuvo cuando vio al negro viejo y a la niña vendiendo cucuruchos de maní. La niña era mestiza, con un lunar en la frente y ojos de sueño. Pregonaba: “Maní. Pruebe, caserita, mi maní. Tostadito.” Esta última palabra tenía un registro más grave, como si fuera el negro viejo quien las emitiera. Compraron varios cucuruchos. Tropezaron con muchachas pintarrajeadas, de mínima saya y blusa, disparando sus dardos a los turitaxis. Tropezaron con enamorados estrujándose de amor, con ociosos y nómadas, con ilusos pescadores... Por esa época y a esa hora, la tarde va sin prisa; es un derrame de oro, violeta, púrpura. El mar se torna añil, prusia y salen sus duendes y trepan el Malecón a desordenar a la gente.
–¿Qué te ha parecido La Habana? –inquirió él.
–Más triste y más gris.
–¿Cuáles eran tus siete maravillas?
–La Catedral, Paseo del Prado, la Casa Natal de José Martí, el Malecón, La Rampa, heladería Coppelia y el coney cuando tenia la montaña rusa.
–Del Coney ya no quedan ni las ruinas. Anda la fiebre del turismo y van a construir un hotel allí.
–¿Y tus maravillas?
Prendida al visitante, una muchacha piel ébano jugaba con las cuentas verdes y negras de su manilla. Pensaba en las remuneraciones que había recibido de este hombre blanco, viejo y culto, y cuando llegara al barrio y pusiera en las manos de su mulato los verdes billetes y su corazón.
–Me interesa el libro –intervino una mujer de espejuelos oscuros y sombrero de sol, y ante la incertidumbre, añadió–: Sí, ese que le ofrece al señor.
–Aún no he abdicado, signora –dijo el turista.
–Me parece justo el precio –continuó la mujer.
–Molto bene –dijo el turista, y se dispuso a pagar.
–Ofrezco más –dijo la mujer.
Y se inició una subasta entre los dos, mientras los ojos del librero brillaban por las cifras que iba alcanzando el libro. Por fin triunfó la dama. El librero observó en su alrededor y le enseñó al turista otros libros que escondía en un cofre.
–Meraviglioso! –exclamó el visitante mientras hojeaba un Quijote editado en Madrid en 1865.
No compró; enlazó a la muchacha por la cintura y –Arrivederci! –se despidió.
El librero advirtió que la mujer manoseaba otros libros del anaquel. “Una bibliófila”, pensó, y le mostró los raros y antiquísimos ejemplares.
–Créame, soy una profana –dijo la mujer, y se descubrió ojos y cabeza.
El librero la miró como desde una eternidad. La encontró linda, lánguida como una mujer de Modigliani. La piel con el brillo que tienen las perlas. La verde mirada que le hizo tanto daño. Sólo el tiempo se había empecinado en su pelo que el viento movía como un oleaje de plata. “Ella me habrá examinado”, pensó. “Mis ojos gastados, los dientes descuidados, el asomo de la vejez en las pecas de las manos, huesudo, y ahora en este oficio de vendedor de libros viejos.”
No se atrevió a besarla. Aceptó la mano blanquísima, olorosa, y el esbozo de una sonrisa, la misma todavía, enigmática.
–¿Cuánto tiempo? –inquirió ella.
–Casi veinte –dijo él–; casi el olvido.
–No; nunca se olvida –refutó ella, y añadió–: El tiempo es sólo un alivio.
El miró sobre el hombro de ella cómo empezaba a caer la tarde sobre el Malecón. Se puso a recoger los libros del anaquel y a colocarlos dentro de una caja de cartón. Eran de poco valor, una fachada, porque los valiosos eran los del cofre, y eran nueve, ocultos de los buitres de Patrimonio.
–Casi fue un milagro encontrarte –continuó ella–. Quedan pocos conocidos. Di con Carmen en la guía telefónica. No podía creer que le hablaba desde la propia Habana. No dijo dónde encontrarte.
El colocó la caja y el cofre sobre la parrilla de la bicicleta y los ató con un grueso cordel.
–¿Dónde te hospedas? –se interesó él.
–Hotel Deauville.
–Te invito por el Malecón –propuso él, y ella accedió.
Iban callados mientras la ciudad se llenaba de luciérnagas. “¡Qué estampa!”, pensó él. “Con mi triste figura, una dama de muy buen parecer y una desvencijada bicicleta cargada de libros viejos.”
Tropezaron con disímiles vendedores. Ella se detuvo cuando vio al negro viejo y a la niña vendiendo cucuruchos de maní. La niña era mestiza, con un lunar en la frente y ojos de sueño. Pregonaba: “Maní. Pruebe, caserita, mi maní. Tostadito.” Esta última palabra tenía un registro más grave, como si fuera el negro viejo quien las emitiera. Compraron varios cucuruchos. Tropezaron con muchachas pintarrajeadas, de mínima saya y blusa, disparando sus dardos a los turitaxis. Tropezaron con enamorados estrujándose de amor, con ociosos y nómadas, con ilusos pescadores... Por esa época y a esa hora, la tarde va sin prisa; es un derrame de oro, violeta, púrpura. El mar se torna añil, prusia y salen sus duendes y trepan el Malecón a desordenar a la gente.
–¿Qué te ha parecido La Habana? –inquirió él.
–Más triste y más gris.
–¿Cuáles eran tus siete maravillas?
–La Catedral, Paseo del Prado, la Casa Natal de José Martí, el Malecón, La Rampa, heladería Coppelia y el coney cuando tenia la montaña rusa.
–Del Coney ya no quedan ni las ruinas. Anda la fiebre del turismo y van a construir un hotel allí.
–¿Y tus maravillas?
–¿Me permites fumar? –dijo.
"Cuánto habrá cambiado”, pensó él.
–¿Y la gente? ¿Qué te parece la gente? –inquirió él.
–La gente es la imagen de la ciudad.
–¿Y tu corazón? –continuó él.
Ella esbozó una sonrisa, y como estaban próximos al hotel, dijo:
–Ahí está el Deauville.
–¿Qué me dices de tu corazón? –insistió él.
Ella se detuvo y se arrimó al muro. El le buscó las manos, olorosas, tibias, y las besó vehemente. Su boca continuó el largo camino de los brazos, y se puso a beber en los pocitos de miel que salpicaban los hombros. Ella cerró los ojos, y él le besó los labios con besos pequeñitos, y ella abrió la boca, las piernas, y él fue a beberle el gemido en un árido y ansioso beso...
El fue precoz, y se lamentó. Para la mujer, sin embargo, fue divino, como una entrega reservada para ella, por milenios, que todavía descendía tibia por sus muslos.
–¿Nos vemos mañana? –inquirió él.
–Regreso al amanecer.
–¿Mañana? ¿Por qué este último instante?
–Después de tanta ausencia presentarme así de pronto, y a lo mejor tú todavía con esas ideas. Me suenan tus palabras: “Te vas y es el olvido.”
–Estabas obnubilado por aquellas obsesiones y fiebres. Nadie olvidó: las madres no olvidaron a los hijos, los hijos no olvidaron, los hermanos no olvidaron, no olvidaron los tíos, los sobrinos...
–Mucha gente buena se fue, gente sencilla, ilustrada; no todo era escoria como decían.
El quedó en silencio.
–Y ahora regreso y me encuentro esta Habana triste y gris, la gente habladora, quejosa.
–Se han perdido los valores... –dijo él.
–Escribir era tu pasión. ¿Cómo has podido resignarte?
–La escasez limitó la producción editorial, y quedé excedente. Me ofrecieron una plaza de bibliotecario. Otros, se dedicaron a vender pizzas, a taxistas o porteros de hoteles.
–Y ahora a vendedor de libros viejos –intervino ella.
–Te voy a confesar una cosa: un día en la biblioteca, en aquel silencio de sus laberintos, buscando un libro perdido, obnubilado, no encontraba la salida. De pronto, una mano en mi mano me guió hacia la luz. Busqué a mi lado, y nadie. Entonces, vi a un hombre de traje, sombrero y bastón perderse laberinto adentro.
–¡Linda alucinación! –exclamó ella.
–Las bibliotecas tienen sus misterios. Tantas ideas y sueños allí juntos.
–Quien no te conozca, dice, es un alienado.
–No sé si eso es bibliofilia o bibliomanía; siempre en mis manos había un libro. Pedí baja de la biblioteca y busqué una plaza donde montar mis anaqueles. ¡La catedral!, exclamé. Los ángeles andan sueltos por allí, entre turistas, gente ilustrada, pícaros, mercaderes. Los bolsillos se me hincharon. Me olieron, e irrumpieron otros libreros con su arsenal, y tras ellos los inspectores censurando, decomisando. Lié los bártulos, y hacia otra plaza.
Hizo una pausa. Ella, abrazada a él, le oía las palabras y el corazón.
–Tengo una idea –continuó él–: una feria internacional del libro viejo.
–¿De libros viejos? –inquirió ella.
–De libros de otros siglos –aclaró él–. ¡Joyas! ¡Maravillas! ¿Te imaginas? ¡Cuánta gente importante! Una feria aquí en el Malecón, con ventas, subastas, salsa.
–Me choca esa salsa –dijo ella–. Me imagino una feria grave, solemne.
–No es el funeral del libro viejo –dijo él–. ¡Es su fiesta! ¡El final de un milenio! En definitiva, es una de mis locuras.
–El arte es locura –dijo ella–. Me imagino una línea de anaqueles cargados de reliquias: papiros, códices, libros...; y como una continuidad, libros modernos que por su diseño resulten curiosos, originales.
–Sí, desde el papiro a la biblioteca virtual, y también un coloquio para finalizar la función de las bibliotecas y el futuro del libro.
–¿Desaparecerá el libro? Por el camino que vamos...
–No lo creo; hay mil cosas que podrían abordarse en ese evento.
–¿Quién lee? ¿Quién puede comprar un libro? ¿Y quién podría subvencionar esa feria y ese coloquio?
–Alguna institución cultural
–No quiero ser escéptica, pero me parece que el país tiene otras urgencias.
–No sólo de pan vive el hombre.
Hubo otra pausa. Ella encendió un cigarrillo. El miró la noche y recordó una canción de Lecuona: Noche azul, ven otra vez / a que me des tu luz / mira que está mi corazón / ansioso de amor...
El le besó los hombros; ella se estremeció y soltó el cigarrillo. Se besaron largo y profundo.
–Si pudiera detenerse el tiempo –dijo ella– y hacerse esta noche perpetua.
–Para que no te vayas nunca, para que no amanezca.
–¿Te irías conmigo? –inquirió ella.
–¿Irme? –dijo él.
–Sí; conmigo allá.
–¿Hablas en serio?
–Por supuesto. Inauguramos una librería o una editora, lo que desees. Publicamos a jóvenes escritores. De narrativa cubana actual es mejor manjar allá afuera. Hasta sería posible tu feria de libros viejos.
El no contestó; se puso a golpear con los dedos los fierros de la bicicleta.
–¿Qué esperas aquí? –dijo ella–. ¿La llamada de un Mesías?
El continuó callado, ahora mirando hacia la ciudad.
–Allá cada cual en lo suyo –continuó ella–, en su negocio, su bienestar. Los demonios andan sueltos. Allá el desarrollo, la opulencia y la licencia para hacer y decir.
El continuaba observando la ciudad. Pensaba: “Decirle adiós a mi Habana, a mis amigos, a mis libros viejos, a mi buen rocinante”, acarició los fierros de la bicicleta. Miró a la mujer. “Linda todavía...” Miró hacia el mar. “¿Y allá?” Y empezó a oír voces: “Se acabarán tus hambres”. ¿Y en la patria, la dignidad, la vergüenza?” “La patria no es un hombre, una idea; la patria es la tierra, las palmas, los ríos, el barrio, la gente; la patria es más, como dijo Martí, es humanidad”. Pero de todas las voces quizás unos románticos tengan razón: “¡Por el amor de una mujer!” Porque todo se podrá haber jodido, menos el amor.
–Bueno, ¿qué decides? –inquirió ella.
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| Reinaldo Castillo Frau (Villa Clara, Cuba, 1939). Narrador, licenciado en Filología por la Universidad de La Habana. Es el autor de los libros: Los tres capitanes; Por un puñado de sol. Trabajó por muchos años en la Biblioteca de Casa de las Américas, Cuba.
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